El ser y La Catalana
Jugando, jugando, se convierte uno en topógrafo de solares baldíos y barrios extremos, de yermos y casas con las ventanas cegadas y callejones sin salida porque los corta una tapia pintarrajeada, al pie de la cual suele alzarse un montón de prendas usadas, de ropa vieja y algunos zapatos que no se sabe quién ni por qué los ha tirado allí, y tras la que pasa de vez en cuando un tren rojo, lleno de viajeros afortunados, pues los lleva lejos.
Jugando, jugando, conozco los arrabales, aunque no como un fadista crepuscular que a la anochecida, envuelto desde las orejas a los pies en un mcfarlane astroso que empieza ya a parecer una bata, se dirige por empinadas calles húmedas a su "casa de chorar" preferida, con una botella de vino tinto bajo el brazo; no, ni siquiera como un señorito crápula en busca de vicios raros, sino como un alegre participante en los estados gaseosos de precipitación del devenir, allí donde se confunden el ser y la nada.
Aunque la sola idea de abrir el libro de Heidegger me infunde tristeza y angustia, en cambio atiendo como a la palabra de Dios cuanto tiene que decirme la señora Angelines, plantada en medio de la carretera de La Catalana. Doña Angelines, desconocedora del ser-para-la-nada y otros conceptos de Heidegger, y mediocre usuaria del idioma, maltratadora y abusadora del idioma, pero formidable narradora oral cuando la abordo en plena calle, junto a los contenedores de la basura.
Los contenedores de la basura, en barrios así, fantasmales, donde puedes ir de calle en calle sin ver alma viviente, son el lugar privilegiado para conocer a todos los vecinos, pues el que sale de casa a tirar la bolsa no suele tener mucha prisa por regresar. Hay que merodear alrededor de los contenedores y conocerás a doña Angelines, que en cinco minutos vertiginosos me cuenta su vida al estilo de Hemingway, o sea callando lo fundamental pero aludiendo sin cesar a ello con detalles accesorios, y lo feliz que ella fue en La Catalana en tiempos pasados, cuando el barrio, al pie de La Mina, alrededor de la fábrica de La Catalana de Gas, de donde toma el nombre, estaba vivo, y las 4.000 o 5.000 personas lo habitaban como una inmensa familia bien avenida, no se había ido despoblando hasta llegar a esta desolación actual, en que apenas quedan 87 familias, las casas se cierran, los solares se multiplican, la hierba se abre paso y asoma por todos los resquicios del cemento, y al atardecer llegan en sus motos algunos jóvenes maleantes procedentes de otros barrios, chicos melenudos con muy mala pinta, que fuerzan los candados y se meten en las casas ajenas, y a ella, a Angelines, a la jovencita recién casada que vino hace 40 años porque su suegra ya vivía aquí, el otro día le pusieron el cuchillo en la garganta...
Doña Angelines dice que su hijo vive en Premià de Dalt, "donde viven los ricos, ¿ya conoce usted ese pueblo? Pues entonces ya sabrá que se necesita dinero para mantener todo aquello". Mientras que a ella, ¡aquí la tenemos, con la bata azul celeste manchada, la voz temblorosa de indignación, humillada y ofendida y deseando sólo que las máquinas demoledoras trabajen más rápido, que se yergan los nuevos edificios con la mayor celeridad, que el comité de compensación le adjudique un piso nuevo, que regrese la vida!
Ya comprendo, Angelines, que usted no le vea maldita la gracia; sin embargo, para un diletante tienen encanto singular, un encanto, lo admito, un poco irresponsable y decadente, como una tentación, estos lugares condenados, de donde parece que se retire la plaga de la humanidad con su ruido y su furia, sus pasiones y chifladuras, y que estén en vísperas de reintegrarse a la condición mineral, dura y silenciosa, pero sólo lo aparenta, porque somos muchos, seremos más, y el espacio escasea. La Catalana es y no es; como el mismo ser y la nada, según sabios antiquísimos; así, por lo menos, lo contaba aquella Historia de la filosofía griega de la editorial Siglo XXI, en un pasaje sobre los presocráticos que le encantaba a mi malogrado amigo Joan: los discípulos de Parménides querían fijar el debate ontológico sobre principios inapelables: "Lo que es, no puede haber empezado a ser, y no puede dejar de ser; lo que no es, no puede empezar a ser".
O sea, lo que es, es siempre, y la nada nunca será. Estas verdades palmarias dejaban sin terreno de juego a los apóstoles del cambio, de lo fluido, de lo movedizo y transitorio. La respuesta heraclitana fue: "Estí kai ouk estí", o sea "Es y no es". ¡Ello es y no es! ¡Es, y no es! ¡Como en las rondalles y canciones tradicionales mallorquinas que comienzan "aixó era i no era..."! O como en la boîte L'Être (El Ser), que en los años en que el surrealismo había pasado de moda y París se había hecho existencialista, se veía desde el balcón de André Breton en la Place Blanche. L'Être se anunciaba con un neón intermitente: de manera que el ser se apagaba, y entonces advenía la nada, y viceversa; el ser y la nada sartrianos, según le hizo observar con melancólica ironía Breton a Semprún, en una noche de primavera del siglo pasado, en Autobiografía de Federico Sánchez...
museosecreto@hotmail.com
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