Elecciones
Con lapso de una semana entre ambas, acaban de celebrarse dos elecciones muy significativas pero de signo muy distinto y casi opuesto: las catalanas y las estadounidenses. Empezando por estas últimas, el supermartes de las legislativas ha supuesto un auténtico vuelco, pues los demócratas han recuperado el control de ambas cámaras propinando al presidente Bush Jr. una derrota completa. Lo cual implica que en tan sólo dos años el electorado estadounidense ha sabido rectificarse a sí mismo, anulando el cheque en blanco que le extendieron al actual inquilino de la Casa Blanca en las presidenciales de 2004. Si entonces Bush pudo ganar por goleada con una elevadísima participación electoral, gracias a presentarse con el gorro de comandante en jefe como presidente en guerra por consejo de Karl Rove, ahora esa misma estrategia ha sido estrepitosamente derrotada en unos comicios que también han contado con muy elevada participación, gracias a la fuerte movilización del voto juvenil e hispano.
Pero lo más significativo del vuelco estadounidense es que parece iniciar un cambio de ciclo político. Lo de menos es que la balanza ideológica se desplace de la derecha a la izquierda, pues en Estados Unidos hay pocas diferencias reales entre sus dos partidos. Pero, en cambio, resulta trascendental que, tras seis años de concentración presidencial de un poder absoluto, ilimitado y sin control parlamentario, lo que permitió a Bush gobernar como un autócrata con total desprecio del imperio de la ley, se haya recuperado de nuevo la normalidad constitucional, de acuerdo con la tradición republicana de división de poderes con un equilibrado sistema de frenos y contrapesos. Con ello, el imperialismo unilateral, mesiánico y belicista de los neocons deberá dejar paso a un realismo político más centrista, moderado, diplomático y multilateral. Y de este modo la ciudadanía estadounidense vuelve por sus fueros, recuperando el civismo que le caracteriza tras un lustro de atemorizado sometimiento a la manipuladora cruzada de la guerra contra el terrorismo que impuso el fundamentalismo religioso. A ver si aprenden la lección nuestros propios extremistas del nacional catolicismo, pues el resultado del supermartes debería modificar la correlación de fuerzas entre las dos alas que se disputan el control del PP.
En cambio, las elecciones catalanas de hace 12 días resultaron completamente distintas, pues en lugar de un vuelco electoral han significado la reedición del mismo tripartito que ya gobernaba antes, aunque esta vez seriamente desautorizado, pues ha perdido nada menos que cuatro escaños. Y, además, ese resultado se ha producido con un absentismo electoral que recuerda al referendo del Estatut, lo que implica todo un desplante al nacionalismo catalán, pues, a pesar de que la abstención debería beneficiarle, sólo ha sabido conservar sus 69 escaños (por debajo del techo de Pujol), mientras se ve desafiado por la sorprendente irrupción de una candidatura antisistema (los Ciutadans), beneficiaria de la abstención y heredera de la tradición lerrouxista, que amenaza con refutar su pretendida hegemonía cultural.
En estas condiciones, no parece lógico que algunos añoren una inviable gran coalición sociovergente, que sólo hubiera sido posible en caso de emergencia nacional o si no hubiera ninguna otra fórmula de gobierno alternativa. Pero es que había nada menos que dos: el tripartito actual y el frente nacionalista. Tanto es así, que lo más lógico hubiera sido que se impusiera el frente nacionalista entre CiU y ERC, dado que ésta es la fórmula que mejor cumple y satisface las leyes de Riker sobre formación de coaliciones, al ser la mínima capaz de vencer. ¿Por qué rechazó Carod Rovira una opción como ésa, que no sólo era la más racional sino también la más natural, por pura afinidad ideológica? Se dice que fue para disputarle a CiU la primogenitura nacionalista. Pero más bien creo que pueda ser debido a que hoy el viento de la historia sopla ya en contra del nacionalismo, como demuestra la abstención y el resultado electoral del 1-N catalán.
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