Soldados en el banquillo
Abogados, médicos, amas de casa Civiles que colaboran durante unas semanas al año con un ejército totalmente profesionalizado. Cerca de 4.500 españoles se han alistado en la reserva voluntaria. No pueden ir a la guerra. Pero muchos empiezan a reclamar más protagonismo
Siete de la mañana. Toque de diana. Pasados diez minutos, el sargento De la Rosa sube a paso ligero las escaleras que conducen a la primera planta de la Batería 154 de la VI Compañía en el cuartel de Camposoto, en San Fernando (Cádiz). En la fría estancia iluminada por una larga hilera de tubos fluorescentes esperan pasar revista, firmes junto a sus literas, ocho hombres ataviados con el uniforme del Ejército de Tierra. A pesar de las apariencias y del estricto saludo militar, ninguno de ellos es soldado. Nada que ver. Una pequeña insignia verde cosida a sus camisas de campaña les delata: son civiles que aspiran a convertirse en suboficiales reservistas voluntarios de las Fuerzas Armadas. Y estamos en el quinto día de su periodo de formación militar básica. "Intentamos resumirles en dos semanas los tres meses que dura la instrucción de la tropa profesional", explica el sargento tras conceder a estos reclutas 20 minutos para desayunar. En el comedor del cuartel, equipado para alimentar a 900 comensales de una sentada, los aspirantes coinciden con las tres mujeres con las que comparten durante estos días aprendizaje, pero no litera; ellas duermen en la planta baja de la Batería 154, con una puerta de acceso distinta que las mantiene incomunicadas de las dependencias masculinas.
Y tampoco comparten mesa, al menos durante esta mañana. Entre los ocho hombres que se apresuran a untar sus tostadas con mantequilla se encuentra José Antonio Sánchez, un camionero albaceteño de 34 años que remueve el café con el cubierto militar que forma parte del equipo de los aspirantes. El mismo material de la tropa profesional del Ejército de Tierra, uniforme de campaña, casco y botas negras incluidas. El día de su llegada, los aspirantes también van a la peluquería -en la que los hombres pasan su cabeza por la maquinilla, y a las mujeres se les ofrece un corte o un peinado recogido- y a la enfermería, donde reciben los pinchazos de las vacunas contra la hepatitis A y B, la fiebre tifoidea y el tétanos. Desde que ponen un pie en el cuartel comienza el juego: los aspirantes son tratados como si fueran soldados. El mismo uniforme. Las mismas órdenes.
"Mis hijos saben perfectamente dónde está su padre", afirma, rotundo, José Antonio. En Almansa (Albacete) ha dejado a su mujer y a dos hijos, de 10 y 3 años, para cabalgar ensillado en su burra Triumph, color verde milicia, los casi 800 kilómetros que separan su casa de este cuartel de la provincia de Cádiz. También ha dejado aparcado el tráiler con el que suele recorrer, cargado con 40 toneladas de frutas y verduras, una media de 300.000 kilómetros al año por toda Europa. La mirada de este fornido camionero es tan intensa y penetrante como el color azul de sus ojos. Firme. Seguro. Contesta a las preguntas como si su interlocutor fuera un mando militar. "Estoy aquí para recuperar lo que aprendí en la mili. Compañerismo, disciplina, orden. Muchos de estos valores se han perdido, incluso en el ejército. Ayer tuve que llamar la atención a un chaval; un aspirante a tropa profesional que estaba saludando a la bandera con la mano derecha mientras se acercaba a la oreja su teléfono móvil con la izquierda. Aquí hay mucha gente vestida de militar que no siente ninguna pasión por la bandera".
Transcurrido este periodo de formación general -al que pueden acceder todos los ciudadanos españoles entre 18 y 58 años tras superar unas sencillas pruebas psicotécnicas y un reconocimiento médico y psicológico-, los aspirantes realizan un segundo periodo de formación específica en los destinos donde serán activados en un futuro como reservistas voluntarios. Una vez publicados como tales en el Boletín Oficial del Estado, pueden firmar con las Fuerzas Armadas un compromiso de disponibilidad de dos a tres años, prorrogables hasta cumplir los 61.
La primera convocatoria de plazas se ofertó en diciembre de 2003. Hoy, las Fuerzas Armadas cuentan entre sus filas con 4.488 "militares a tiempo parcial" en los ejércitos de Tierra, Mar y Aire. Un total de 3.456 hombres y 1.032 mujeres disponibles para "prestar servicio voluntaria y temporalmente" durante periodos de hasta un mes al año. No son los profesionales que pasan a la reserva temporal, prevista en la Ley 17/99, de Régimen del Personal de las Fuerzas Armadas. Son los civiles, contemplados en esa misma ley y sometidos a un reglamento aprobado en 2003, que se convierten en militares sólo cuando aceptan la llamada de un ejército -exclusivamente profesional desde la supresión del servicio militar obligatorio en 2001- que busca en ellos las habilidades que desarrollan en su vida diaria. Ellos manifiestan su disponibilidad, las Fuerzas Armadas deciden si los necesitan o no.
El tiempo para desayunar ha terminado. Son las 7.30 y hay que recoger el armamento para las prácticas en el campo de tiro. Los aspirantes llegan a una batería de otros candidatos que realizan su particular periodo de instrucción. El de tres meses. "El de verdad", comenta uno de los futuros soldados profesionales, vestido únicamente con calzoncillos color verde caqui. Mientras él y sus jóvenes compañeros ordenan sus literas, los reservistas entran en una pequeña habitación que permanecía cerrada a cal y canto. Allí reposan varias pistolas y 140 fusiles de asalto HK G-36E, el armamento oficial de los ejércitos de Tierra, Mar y Aire desde que sustituyó en 1999 al popular Cetme. El sargento De la Rosa explica las bondades de este nuevo modelo: "El HK es más práctico. Tiene un visor óptico que impide fallar el blanco incluso a 300 metros de distancia".
En la batería de los reservistas voluntarios está prohibido almacenar armas; por eso utilizan las de los aspirantes a tropa profesional. Los mandos les enseñan, entre otros muchos conocimientos castrenses, el funcionamiento, montaje y limpieza del HK. José Antonio sostiene el fusil como si fuera ayer la última vez que empuñó uno de aquellos Cetme que manejó durante el servicio militar. Laura Gómez -un ama de casa de 38 años, de Morón de la Frontera (Sevilla), que no llegó a terminar derecho y tiene esperando en el pueblo de Bollullos Par del Condado a su marido y a tres hijos pequeños- le sigue en la fila. Su soltura con el rifle dista mucho de la de su compañero.
-¿Es la primera vez que empuña un arma de fuego?
-Sí.
-¿Qué se siente?
-Me la quiero llevar a casa.
Los aspirantes abandonan la batería, con los cargadores de sus fusiles HK vacíos, para formar en el patio a la espera de que el teniente Ricardo Mañalich y el capitán Robledo autoricen su marcha hacia el campo de tiro. Muy cerca de ellos, también forman los casi 200 soldados de tropa que constituyen el II Batallón del Cimov 2, nombre abreviado de este Centro de Instrucción y Movilización de San Fernando. Un coto cercado de 1,5 millones de metros cuadrados junto a la playa de Camposoto, que linda con tierras salineras, con capacidad para albergar hasta 1.400 profesionales. El mismo lugar que se convirtió en el punto de mira de los medios de comunicación hace ahora un año, cuando un aspirante a soldado profesional asesinó a otro de una puñalada tras mantener una discusión.
En formación en columnas y a paso de maniobra, los aspirantes recorren el medio kilómetro de distancia que les separa del campo de tiro. Un batallón que ronda la cuarentena que ni silba ni entona canciones hasta llegar al destino, donde les espera un especialista en armamento para entregarles la munición de sus HK: 20 cartuchos del calibre 5,56 × 45 milímetros para cada uno. "Estas balas hieren, las del Cetme mataban", apunta el especialista. Este último, un enfermero y los mandos del batallón supervisan las maniobras. "Antes también venía un cura; era el que mejor disparaba", recuerda el enfermero. Ni un solo chaleco antibalas cuelga de la pechera de los presentes en el campo de tiro.
Con el sol a la espalda y frente a las dianas, colocadas a 50 metros de los tiradores en dirección a la playa de Camposoto, los aspirantes esperan órdenes. Un soldado iza una bandera roja que advierte de las prácticas. El teniente Mañalich vocea: "¡Introduzcan cinco cartuchos en el cargador! ¡Tiéndanse en el suelo y sincronicen la respiración con el disparo!". La posición a ras del suelo de José Antonio le confiere aspecto de francotirador, con su rodilla derecha flexionada, apuntando su fusil hacia la playa. Muy cerca de él está Laura. Incluso ella, que empuña por primera vez en su vida un arma cargada, parece llevar toda la vida haciéndolo. Despacio, acerca su ojo derecho al visor del fusil. "¡Carguen!". "¡Aleta selectora tiro a tiro!". "A discreción ¡Fuego!".
El atronador sonido de los disparos de los HK levanta una espesa humareda en el ambiente que deja un intenso olor a pólvora. "¡Alto el fuego!", ordena el teniente. Los tiradores corren hacia las dianas, y Laura comprueba los cinco primeros disparos de su vida. No ha hecho ningún blanco, pero ha estado cerca. Los cinco proyectiles de José Antonio han quedado muy próximos al objetivo. "No he perdido tanta práctica desde la mili", sonríe, satisfecho.
Los aspirantes regresan a la batería, donde recogieron el armamento, para limpiar, con una mezcla de aceite con disolvente, las piezas de sus fusiles, desplegadas sobre una gran mesa. "¡Todo tiene que quedar brillante! ¡Esto no es una freidora!", grita medio en broma, medio en serio, uno de los superiores, quien confiesa en voz baja: "Hay que animarles, están un poco acojonaíllos". Tras el cierre con candado de la puerta del almacén de armamento, concesión de 30 minutos de descanso.
José Antonio aprovecha la pausa para esgrimir la razón principal que le ha traído hasta aquí. "Amo al cuerpo de Caballería. Me encantaría conducir carros de combate. El tiempo conseguirá que nos activen como a un soldado profesional; para eso nos hemos metido algunos en esto". Unas aspiraciones que no están contempladas hoy en la misión encomendada a los reservistas voluntarios. "Algunos vienen pidiendo guerra, algo que nosotros no podemos concederles", explica Bernardo Echepare, el general de 62 años que está al frente de la Oficina General de Reservistas del Ministerio de Defensa. "Esta figura se creó para fortalecer el nexo de unión entre la sociedad civil y las Fuerzas Armadas. Y aunque es cierto que los padres de la patria están preocupados por la paulatina escasez de efectivos desde la supresión del servicio militar obligatorio, no vamos a poner ahora a estos civiles en la primera línea de fuego".
Nada que ver con los reservistas voluntarios de otros países del mundo, como la Guardia Nacional de Estados Unidos, formada por civiles que han participado, armados hasta los dientes, en las sucesivas invasiones iraquíes. La figura de los reservistas voluntarios españoles está todavía algo difuminada, como reconoce el ministro de Defensa, José Antonio Alonso. "Habrá que potenciar su figura ofreciéndole periodos de activación más largos, de manera que su presencia junto a militares profesionales no sea anecdótica, sino habitual y totalmente asumida por éstos".
Pero de ahí a convertir a estos civiles en soldados resta un abismo. Al menos por el momento. En unas Fuerzas Armadas que cuentan con 76.401 efectivos de tropa y marinería y con un presupuesto para 2007 de 8.052 millones de euros, 11 millones de los cuales irán destinados a afrontar los costes de los procesos de formación de los aspirantes a reservistas.
"El Ministerio de Defensa también ha propuesto otra partida de 600.000 euros para afrontar las retribuciones de un centenar de reservistas que podrían incorporarse a prestar servicio en determinadas unidades", informa Alonso. Porque esto se paga. El reservista recibe una indemnización, calculada sobre el salario mínimo interprofesional, durante los periodos de formación, y que se equipara al sueldo de los militares del mismo grado durante los periodos de servicio, que pueden consistir en cursos de perfeccionamiento o reciclaje, o el destino en una unidad, centro u organismo de Defensa.
Y aunque su cometido es distinto al de los militares profesionales, no en vano pueden acompañarles a misiones en el extranjero. Como el doctor Carlos Cordero, un cacereño de 40 años, casado y con dos hijos, que a principios de 2005 socorrió a las víctimas del tsunami en Indonesia. Formó parte del contingente de 650 militares españoles que participó en la Operación Respuesta Solidaria. Él y otros cuatro compañeros del gremio han sido los primeros reservistas voluntarios españoles en participar en una misión en el extranjero.
Abandonó su consulta en una clínica privada durante un par de meses para recorrer las calles de Banda Aceh desarmado, pegado a las botas de los soldados españoles. Buscando enfermos, siendo testigo del caos. "Todo olía a quemado. Cuando llegamos, la población quemaba escombros para evitar la intoxicación con los cadáveres que yacían bajo las piedras". Llegó a un hospital anegado en el que atendió a mujeres que nunca antes habían ido al médico, a niños heridos y otros desorientados que sólo buscaban consuelo. "Los reservistas no estamos para jugar a los soldaditos. Debe potenciarse nuestro papel en el ejército, sí; pero como médicos, arquitectos, ingenieros Como lo que somos realmente".
A otros reservistas, como Luis Francisco Cercos, un aparejador de 50 años dedicado a la restauración de edificios históricos, los destinos de los reservistas voluntarios les parecen todavía "demasiado estrictos". Obtuvo el grado de alférez de la Armada como reservista, y prestó servicio, a mediados de este año, en el Museo Naval de Madrid, ayudando a organizar una exposición que rememora el quinto centenario de la muerte de Cristóbal Colón. "Aunque estoy contento con mi servicio, creo que también podría participar en otros proyectos, como la restauración de la Torre del Oro, en Sevilla, en los que pudieran aprovecharse mejor mis conocimientos".
Cercos es miembro de la Federación Española de Oficiales en la Reserva (FORE), una de las muchas asociaciones de reservistas voluntarios. Entre sus varias aspiraciones, una de ellas es que los reservistas puedan suplir las ausencias de los militares profesionales en misión en el extranjero. "Comprendo que no podamos ir a Líbano, ¿pero qué pasa con los huecos que se quedan en los cuarteles?". Desde la Asociación de Reservistas Españoles (ARES) también comparten esta propuesta, e insisten en "las molestias que muchos causan a sus empresas cuando son activados en días laborables; la mayoría tiene que quitarse días de sus vacaciones para prestar servicio". Hasta hoy, el Gobierno no ha suscrito con la patronal ninguno de los acuerdos potestativos previstos en el Reglamento de Acceso y Régimen de los Reservistas Voluntarios.
Mientras tanto, muchos se sienten soldados durante sus periodos de formación militar. Recibiendo órdenes, empuñando un arma. Otros se presentan en los cuarteles para solicitar su envío a misiones como la que en la actualidad tiene desplegados a 1.100 soldados españoles en Líbano. Pero sus desplazamientos dependen exclusivamente del Mando de Operaciones del Estado Mayor de la Defensa, que decide los efectivos necesarios para cada misión. Y la de Líbano no es precisamente una misión para reservistas, aunque muchos de ellos aseguren estar preparados para ir. Incluso deseándolo. A otros les queda el consuelo de desfilar en el Día de las Fuerzas Armadas. Como una compañía de reservistas del Ejército de Tierra que el pasado 12 de octubre se convirtió en la primera en marcar el paso junto a los soldados profesionales. Ardor guerrero. De reserva.
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