Jardines de hormigón
Las peleas a pedradas en la vía pública, costumbre muy arraigada y causa de numerosas bajas entre la población infantil, fueron prohibidas por las autoridades barcelonesas en la séptima década del siglo XVIII, pero la ordenanza no tuvo un gran seguimiento, entre otras razones porque los padres consideraban que las luchas a pedradas "curtían a sus hijos y los hacían más valientes".
Abunda en estas anécdotas curiosas el libro de Ferran Escoda, recién publicado en la colección que la Universidad de Colombia dedica a una serie de ciudades iberoamericanas, entre las que se ha colado esta Barcelona imaginada, título extraño, ya que todo lo que cuenta es real y rigurosamente histórico, salvo algunas especulaciones y divagaciones soñadoras, que dan al texto una atmósfera efectivamente onírica, como si el autor se pasease por Barcelona un poco sonámbulo, mareado de tanto hojear los Anales, y arrastrado por su perro, el pizpireto y medroso Schultz, que también tiene en este libro derecho a unas líneas, pues le acompañaba en sus itinerarios barceloneses.
Abundan las anécdotas curiosas en el libro de Ferran Escoda 'Barcelona imaginada', título extraño ya que lo que cuenta es real
Algunos personajes de la historia local y de la literatura desfilan a trancos convulsos por las páginas, como en cine mudo proyectado sobre una pantalla turbia y brumosa por el humo de los caliqueños que fuma el respetable público en el patio de butacas. Ahí está, por ejemplo, Josep Carner, "el llamado príncipe de los poetas y uno de los prosistas más elegantes del siglo XX catalán", desocupado, en el paseo de Gràcia, un poco antes de los años veinte. Le llamó la atención cierta joven que solía dejarse ver los domingos, "a la hora en que paseaban las personas de una cierta posición y una cierta distinción". "Yo la miraba, ella se dio cuenta. Pero jamás nos dijimos nada", hasta que un domingo la muchacha no apareció, y tampoco el siguiente. Carner entonces hizo sus averiguaciones y supo que ya no volvería; era hija del cónsul chileno y acababa de repatriarse con su familia. "El hecho me inquietó", dice el poeta. A los pocos días se embarcó para Chile. Llegó a Lima "sin saber ni dónde vivía aquella muchacha ni a qué familia pertenecía", pero a los nueve días ya estaban casados.
La anécdota retrata un carácter bien templado, tan romántico como expeditivo, y resulta más brillante a la luz del poema -no lo tengo a mano, pero figura en la elegante antología que reunió Comas para Destino- que Carner dedicó al atractivo de las muchachas desconocidas con las que se cruzaba por la calle. A una de éstas, a una "garrida moza", la siguió Augusto, el protagonista de Niebla, la nivola de Unamuno, y la cosa también acababa ante el altar; en cambio, Swann vio a otra de espaldas, le pareció fascinante y exquisita, la siguió en la oscuridad de la noche en los bulevares de París, la perdió de vista en una encrucijada y la volvió a encontrar, y cuando ya, sin aliento, se atrevió a abordarla, fue para reconocer, a la luz de un farol, el rostro de la vieja señora de Verdurin, tremenda filistea de la que siempre iba huyendo, y que le dijo, muy contenta y extrañada: "¡Qué amabilidad tan grande haber corrido para venir a saludarme!", según cuenta Proust en A la sombra de las muchachas en flor.
Entre las fundaciones míticas de Barcelona, Escoda rescata la de Joan Amades, "el más importante folclorista del país y autor de un excepcional Costumari català, según la cual el primer barcelonés no fue Hércules, ni Amílcar Barca, sino el mismo Lucifer, al que Dios le regaló la ciudad futura, al principio de los tiempos, una tarde de finales de primavera, ya de anochecida, cuando ambos se encontraban de charla en lo que hoy es el mirador del Tibidabo, desde donde se puede admirar el panorama en todo su esplendor, hasta el mar.
Sucedió exactamente al revés de lo que cuenta el Evangelio de Mateo. Dios le dio a elegir entre la gloria celestial y la ciudad a sus pies, y Lucifer eligió Barcelona. "Tibi Dabo", le prometió Dios. "Te la daré".
Y se la dio, y aquí viene de vez en cuando, de paseo, a tomar el fresco, ingresando en Barcelona por un túnel o pasadizo secreto que comunica su reino subterráneo con la Ronda de Dalt. Ronda de la que el libro de Ferran no dice ni palabra.
Se necesitaría la pluma de un poeta futurista, un "cretino fosforescente" como Marinetti... o mejor aún, la pluma del Ballard alucinado de Crash que imaginó una erótica de los cadentes de coche... para elogiar como es debido ese rumor monótono, soñoliento y peligroso, esa onda de asfalto, de proporciones titánicas y de indiscutible amenidad, que fluye alrededor de la ciudad, onda musical pródiga en voladizos, en columnatas, en tragaluces expresionistas, en celosías que ocultan aparcamientos gigantescos, en centinelas de palmeras pochas y mochas, en atrevidas rampas, en alternancias fantasmagóricas de sombra y luz, en descendimientos y elevaciones, en muros interminables de hormigón liso como la piel de un bebé, por donde circulamos lanzando destellos metálicos como por un paisaje del espíritu.
Se necesitaría la pluma del portugués que circulaba de noche al volante de un Chevrolet prestado, "en la carretera de Sintra o en la carretera del sueño o en la carretera de la vida...".
museosecreto@hotmail.com
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