Chifladuras
Últimamente me dedico a auscultar mi conciencia, y detecto movimientos en ella. No sé, mi conciencia la percibo como un lugar oscuro, o como algo que ocurre en un lugar oscuro, aunque permeable a la luz. Puede ser la noche, digamos, a veces tan cerrada y tan diversa siempre en el fulgor de sus luminarias. Hay noches en que a uno le sorprende y le causa satisfacción la aparición repentina de una única estrella, y otras en las que el cielo aparece repleto de ellas, como la cola infinita de un pavo real. Pero prefiero la imagen del mar para hablar de mi conciencia, una inmensidad líquida en la que a veces tampoco refulgen las estrellas, ninguna luz. O la del pez que nada en esa inmensidad, mi conciencia-pez, que vendría a ser la conciencia de mi conciencia, su aleteante vigía, su pulsación. Y sucede que, en ocasiones, ese pez navega por una oscuridad insondable, mientras que asciende, en otras, a zonas en las que la luz penetra, y en las que se abre a destellos que lo estimulan. Ignoro si va en busca de esa luz o si hay corrientes en su cubierta líquida que lo arrastran a ella, pero lo cierto es que es capaz de prenderse de esos destellos cuando poco antes giraba en una penosa indiferencia, en una rumiante apatía. Y es eso lo que empiezo a percibir en mi conciencia, destellos que perduran y que me prenden como si fueran anzuelos. Y en ese viaje de la oscuridad abisal a la luz he necesitado sentirme un poquito extranjero.
Hasta en la renovación del tripartito catalán, quién lo iba a decir, intuyo una buena señal
Españolear empieza a resultar malo para la salud, casi tan malo como vasquizar, esa lepra. Cuando las cosas marchan razonablemente bien, se españolea poco, o se españolea con cierto desapego, pues parece ser que España sigue existiendo sólo como problema. Existe únicamente cuando amenaza ruina, o quizá sea que haya que desempolvar las ruinas para que su existencia emerja como una urgencia. Aunque hubo unos años, pocos, en los que no fue así, en los que ser español había dejado de ser una unidad de destino en lo universal para convertirse en una contingencia bastante agradable, algo de lo que se podía disfrutar sin alharacas. Existía, sí, el problema vasco, pero era un problema enquistado, localizado, me gustaría decir que controlado, e incluso los mismos vascos empezábamos a ver toda esta matraca como una peste, aunque sólo fuera por contraste con lo que ocurría en el resto. Hasta que, de repente, el grano derivó en un absceso y el problema vasco se convirtió en el carlismo de toujours, que lo infecta todo. Ya no sólo hay problema vasco, sino que ahora tenemos problema catalán, problema gallego, problema andaluz...y España como problema, ¡oh maldición! Tengo mi particular versión sobre las causas de esta deriva, pero no quiero ser sectario y espero que sean los historiadores quienes nos instruyan algún día sobre ellas.
Lo cierto es que no se puede soportar esta algarabía, que es como la oscuridad de mi conciencia. Es tal la cacofonía que se destila de los pro y de los contra, que lo mejor es quedarse mudo allí en el fondo y sumirse en la apatía. O buscarse un mar extranjero, no-vasco, no-español, para respirar un poco y divagar hasta que se despeje un poco el horizonte y se pueda regresar a casa. Salvo que a uno le gusten las soflamas, las angustias existenciales o los abismos identitarios, lo que no es mi caso. Ni veo que España se hunda, ni que mi identidad esté en peligro, ni totalitarismo alguno en perspectiva. Lo que sí veo es una chifladura generalizada que está ahuyentando al personal hacia las playas exóticas y alejándolo, por ejemplo, de las urnas. Tal vez sea que como no me gustan las angustias existenciales ni las patrióticas sea incapaz de verlas, o no quiera verlas, todo puede ser. Pero al igual que los destellos que empieza a percibir mi conciencia, vislumbro señales que auguran un apaciguamiento del delirio.
Es un buena señal, pongamos por caso, que el señor Rajoy haya dado al parecer un puñetazo sobre la mesa y se disponga a disipar las brumas aznaristas de su partido, tarea que le va a resultar ardua pese a que pinten bastos para el señor Aznar, cuya figura empieza a parecer estrambótica. Como es también una buena señal todo el guirigay que asoma entre las rejas monásticas del PNV, con Egibar ejerciendo de mariscalote, el lehendakari montando plenos que predeterminen el rumbo de la mesa del banquete y Anasagasti -que no se suele apartar de la buena ortodoxia del partido- enmendándoles la plana a ambos. Hasta en la renovación del tripartito catalán, quién lo iba a decir, intuyo una buena señal. Debe de ser que, cuando salgo del sopor, mi naturaleza bipolar me conduce a un optimismo extremo. Acaso, sólo acaso.
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