La discriminación invisible
Últimamente se ha hablado mucho del uso discriminatorio que hacemos del lenguaje. Algunos colectivos esgrimen, como prueba de sexismo, que nuestro plural masculino "-os" sirve para reunir tanto a grupos de sujetos masculinos como masculinos y femeninos simultáneamente. Al parecer, esto llevaría a las mujeres a una dañina bipolaridad lingüística. Un ejemplo muy elocuente se escuchó hace pocos días en un programa de radio: una niña levantó la mano cuando su profesor/a preguntó qué niños querían entrar en el equipo de fútbol. A la niña se le tuvo que aclarar que no se estaba haciendo un llamamiento a las niñas, porque todo el mundo sabe que las niñas no juegan al fútbol.
En apariencia, el ejemplo es poderoso por lo que se refiere a un hipotético machismo del lenguaje, pero sólo en apariencia. El lenguaje es un reflejo del sexismo, no su fuente. Lo que ejemplos como éste ponen de relieve no es la masculinidad preeminente del "-os" (ya en el latín el plural masculino era inclusivo, y este mecanismo es el producto del principio de economía lingüística que rige a toda lengua), sino el sexismo implícito en nuestros códigos socioculturales.
Aparte del lenguaje, otro ámbito en el que se ha denunciado el alto nivel de sexismo es el laboral. Para paliarlo, la Ley de Igualdad que aprobó el actual Gobierno se dirige a garantizar la igualdad "en el acceso al empleo, la formación y las condiciones de trabajo" (algo que, por otro lado, ya estaba presente aunque no de modo tan explícito en la Constitución). Sin embargo, el uso presuntamente machista del lenguaje y la discriminación salarial son meros síntomas de un sexismo estructural que, de no ser modificado, continuará produciendo nefastas consecuencias.
En realidad, la única forma de evitar que las futuras generaciones perpetúen el sexismo heredado es que socialicen con modelos distintos a los nuestros. Y en esto, la Ley de Igualdad se ha quedado corta. De hecho, esta ley debería haberse centrado no sólo en corregir las discriminaciones explícitas, sino que también debería haber profundizado en las fuentes de la discriminación invisible. Para ello, debería haber prestado atención a dos importantes fuentes de aprendizaje y de socialización, como son la publicidad y la enseñanza escolar, porque ambas son el caldo de cultivo del sexismo futuro.
Una Ley de Igualdad que no pone límites a una publicidad marcadamente sexista, está pasando por alto el peligroso modelo de relación hombre-mujer que se está enseñando a las futuras generaciones. De nada sirve repetirles a los niños (-os + -as) que son iguales si, cuando van al supermercado, aprenden a identificar los alimentos que consume mamá, porque en sus envases se reproducen fotos de trozos de cuerpos femeninos (una caja de cereales Special K muestra un vientre plano de mujer; un cartón de leche desnatada Pascual se adorna con el torso y glúteos de una chica desprovista de cabeza...). Esto por no mencionar las machaconas campañas cosméticas y de corrección quirúrgica que se diseñan exclusivamente para su consumo por mujeres.
Esta diferenciación no sólo atañe al modelo de sociedad que transmiten los adultos. También en los colegios los niños (-os + -as) sufren comportamientos sexistas desde sus primeros años.
Por ejemplo, pese a no haber diferencias físicas que justifiquen la separación de niños y niñas en las prácticas deportivas (sí las hay, por razón de fuerza y envergadura, a partir de la adolescencia, pero no antes), a menudo se relega a las niñas a deportes pasivos, con la excusa de que las que quieren jugar a deportes masculinos son insuficientes para formar equipos. A las niñas de los colegios privados no se les da la opción de elegir entre llevar falda o pantalón, sino que se les obliga a acudir al colegio con falda (con la sensación de vulnerabilidad que en la infancia da dicha prenda). Queda a juicio del lector plantearse qué conductas caracterizan a una niña tierna o femenina, y cuáles a un chicote, y si esa niña, inadvertidamente, cumplirá con lo que intuye que los adultos esperan de ella.
Con todo, una ampliación de la actual Ley, o la aprobación de nuevas medidas, resultará insuficiente si progresivamente no se van cambiando los comportamientos en la esfera privada. También en el área familiar los niños aprenden la discriminatoria diferencia. Si nuestros (-os + -as) niños (-os + -as) observan que los hombres llevan calzado cómodo mientras que las mujeres elegantes caminan literalmente de puntillas, sobre palitos; si perciben que las mujeres, al moverse, suelen hacer ruido por los tacones y por el tintineo de los adornos que lucen en orejas, cuellos, hombros, manos y cintura; si diariamente toman nota de que, en comparación con papá, mamá tarda mucho en arreglarse porque se colorea la piel de la cara, el pelo y las uñas... si todo esto es así, entonces eliminar la discriminación de las futuras generaciones va a requerir de una constante capacidad de auto-análisis de las propias familias, y de una voluntaria corrección de esas asimetrías tan visibles. Dado que el Estado no puede imponer reglas sobre los valores que los padres transmiten a sus hijos en la intimidad, es importante también que los padres sean conscientes de que pueden estar transmitiendo a las niñas unos modelos contradictorios de identidad.
Pero mientras no se impongan límites a la publicidad sexista, ni se prohíban las segregaciones en la indumentaria y las normas en los colegios, nuestra sociedad seguirá produciendo generaciones de mujeres que emplearán gran parte de su vida en exigir la igualdad, en vez de vivirla de facto.
Así pues, el lenguaje en sí no es sexista: lo son sus hablantes. El lenguaje, con sus usos, refleja el pensamiento y las necesidades expresivas de los que lo emplean. Para el día en que sea un delito excluir a una niña del equipo de fútbol del colegio, ya se habrá ocupado el lenguaje de reflejar unos usos lingüísticos igualitarios.
Irene Zoe Alameda es escritora
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.