Corazón en vilo
Han tenido que pasar dieciocho años -una eternidad- para que Keith Jarrett vuelva a Madrid. Lo hizo ayer, jueves, en un concierto celebrado en el Teatro Real, con lleno absoluto y las entradas revendiéndose al triple de su precio en taquilla. Cualquier cosa con tal de escuchar en directo al fenómeno.
Desde su archiconocido The Köln Concert -todavía el disco de jazz más vendido de la historia- , Keith Jarrett es uno de los pocos jazzistas capaces de competir con las grandes estrellas del espectáculo en popularidad y volumen de ingresos. Lo más sorprendente es que se trata de un músico de jazz que toca jazz lo que, en tiempos como los actuales, podría considerarse un acto subversivo, o casi.
Jarrett voló en su jet privado a Madrid para tocar en el Real; llegó, tocó, y se fue, indiferente a la expectación que su persona levanta. Sabido es que el pianista no es sujeto de trato fácil. Pero él, a lo suyo: al final, se le perdona todo al genial intérprete que, junto a Gary Peacock, contrabajo, y Jack DeJohnette, batería, ha llevado la interpretación del estándar de jazz a la categoría de arte por sí mismo. "Este trío es uno de estos milagros que sólo ocurren muy de cuando en cuando en la música, y que afortunadamente se ha mostrado duradero", aseguró el crítico especializado Ebbe Teaberg.
Su concierto madrileño comenzó al más puro estilo Jarrett, con un arrebato de genio y una casi espantá, no sería la primera que el susodicho protagoniza un hecho de estas características. Problema: el sillín no estaba a gusto del señor. Salió el pianista y, con ostensible disgusto, lo recolocó de aquel modo; salió entonces su ayuda de cámara y lo volvió a colocar; y, de nuevo, el pianista, que, con gesto teatral, reubicó el trono en exacto paralelo al teclado y, todo esto, sin que pareciera decidirse a empezar. El respetable, con el corazón en vilo. Quien más, quien menos, todos nos temíamos lo peor: el genio del teclado yéndose por donde había venido y a ver quién era el guapo que le decía nada; luego fue un zumbido sin identificar que, nuevamente, desconcentró al artista y trajo la desazón al patio de butacas. Luego, por fin, la música.
Prodigio de musicalidad
En su conjunto, el recital del jueves ofreció poca novedad. El trío mayor del reino volvió a ser ese prodigio de musicalidad y compenetración cuyas interpretaciones van más allá de lo que puede explicarse con palabras. Jarrett-Peacock-DeJohnette forman una unidad de destino en lo musical donde cada uno se explica en el otro y los sabores se mantienen en boca sin mezclarse. Su música se halla siempre por encima de la media aunque, a veces, las cosas no les salgan como se han planeado, quizá porque la suya es una propuesta arriesgada y distinta a cualquier otra; una propuesta que obliga al respetable a escuchar y callar -¡cuando se ha visto semejante cosa en jazz!- y coloca a los músicos en una urna de cristal aislada del exterior: escuchándoles en su recital del jueves, uno tuvo la molesta sensación de que nosotros, el público, sobrábamos y, acaso, fuera cierto.
Tampoco ayudó el repertorio, bastante descompensado y con muy pocas novedades, si es que hubo alguna; ni los problemas de afinación o un sonido que, acaso, no fuera el idóneo para una local de condiciones acústicas tan particulares como lo es el Real. Empero, nada de esto pareció importarle al respetable que, en su mayoría, se lo pasó en grande y terminó disfrutando a modo con las versiones atildadas y pizpiretas de Smoke gets in your eyes, Someday my prince will come (la pieza central de la película Cenicienta que el pianista Bill Evans convirtió en estándar de jazz).
Para los más familiarizados con la música del trío, la del jueves no fue la gran noche que hubiéramos deseado. Tampoco es que esto signifique gran cosa. En jazz, estas cosas pasan, y quien ayer no dio una a derechas al día siguiente es capaz de dejarnos con la boca abierta, incluso cuando uno se llama Keith Jarrett.
El próximo 15 de noviembre, Jarrett-Peacock-DeJohnette tocarán en Barcelona (L?Auditori).
Babelia
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