El club como tapadera
Al margen de lo flagrante (que es, se vista como se vista, una secuencia de pelotazos inmobiliarios, consentidos con una irresponsabilidad impropia de quien ha recibido el mandato de velar por los intereses generales y consumados en nombre del Valencia por el accionista mayoritario de una sociedad anónima que no renuncia a las plusvalías), Juan Soler acaba de propiciar un grave retroceso social en el equipo que preside atizando la furia de la Agrupación de Peñas contra el PSPV por no haber bendecido su operación. No es la primera vez que el Valencia CF es utilizado con fines extradeportivos por sus directivos. Incluso por la propia Generalitat, la misma que presionó a Francisco Roig para que vendiese a Soler sus acciones y éste se convirtiera en dueño de una institución cuyo patrimonio sentimental, sin embargo, pertenece a muchos valencianos. Lo hizo hace apenas un año, cuando el Valencia tuvo que ponerse la señera por camiseta contra el Sevilla para responder a una paranoia partidista contra Cataluña, dentro del más sucio estilo de la transición. Entonces, la instrumentalización anticatalanista que UCD hizo del equipo desde la cúpula de la entidad, en el momento de máxima discusión del Estatuto, comportó una fractura en la afición. En ese episodio, el Valencia perdió una buena parte de los seguidores con menos convicciones ganaderas, y como broche a ese empobrecimiento, el 20 de abril de 1986 el equipo descendió a Segunda. Tras muchos años de alejamiento, con un esfuerzo sustanciado básicamente entre las presidencias de Arturo Tuzón y Francisco Roig, la parte menos irrecuperable de esa dispersión volvió a agruparse en torno a un proyecto que se ha consolidado en lo deportivo y que, en lo social, se ha demostrado como un referente común para todo el espectro ideológico. Sin embargo, con Soler las cosas se han ido complicando. Incluso el notario Carlos Pascual, que se puso al frente de la Fundación del Valencia para alejar la apariencia siniestra del club y garantizar la operación del cambio de estadio, tuvo que salir corriendo antes de que el truculento proceso le salpicara el traje de Antonio Puebla y arruinase su prestigio profesional. Ahora Soler ha roto ese equilibrio para tratar de legitimar sus intereses particulares y además criminaliza a quienes no están dispuestos a deglutir ese sapo ni empaquetado con el socorrido estuche del sentimiento. Treinta años después, el Valencia no sólo es la única institución de la ciudad que no ha hecho la transición, sino que su dueño pretende hacer de ello un valor añadido y hacernos creer que es I+D.
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