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Reportaje:

Comer acompañado y algo más

2.000 personas mayores de 65 años comparten mesa en los 'casals' municipales en el programa 'Àpats en companyia'

Blanca Cia

Faltan 15 minutos para la una del mediodía y en el pasillo de entrada al casal de jubilados de la plaza de las Caramelles de Ciutat Vella, en Barcelona, mujeres y hombres esperan sentados. En la sala de actos -en realidad polivalente- ya están dispuestas las mesas para la comida. Cuatro cubiertos por mesa y en el tablón de la entrada los tres tipos de menús: el normal, el estricto y el de diabéticos. Es uno de los casals más veteranos de Ciutat Vella -abrió en 1992-, donde se implantó el programa Àpats en companyia.

La idea básica es que las personas mayores -sus usuarios tienen más de 65 años y la gran mayoría se acercan a los 80, cuando no los superan- que estén en un estado general de salud aceptable pero con carencias o problemas para alimentarse vayan al casal. Es un programa municipal que se aplica en los seis centros de Ciutat Vella y en dos del Eixample. Funciona todos los días del año.

Que Barcelona envejece lo dejan claro las grandes estadísticas: 332.000 personas tienen más de 65 años; de ellas, 18.900 pasan de 85 y viven solas. De ahí que el servicio de comida de los casals tenga cada vez más usuarios. Este año cerca de 2.000 personas. Cada una de ellas tiene su historia. Sin embargo, hay un perfil que se repite: soledad y pensiones mínimas que no cubren las necesidades básicas después de trabajar toda la vida.

Es el caso de Severo Alfonso: tiene 74 años y mientras termina el postre explica que vive en un piso compartido de Cáritas; que cobra 327 euros de pensión, de los que 103 son para pagar el piso compartido, y que la comida del casal le cuesta ocho euros al mes. "Fui cocinero toda la vida, pero resulta que no coticé lo necesario y por eso cobro lo mínimo de pensión". Severo come cada día en el casal desde hace siete años. Antes vivió con una sobrina en Cardedeu. Es soltero y acude al casal sólo para comer. El suyo es un panorama muy parecido al de su compañera de mesa. Antonia Fernández ha vivido sus 78 años en Ciutat Vella. Trabajó para varias empresas haciendo guantes durante prácticamente toda su vida: "A la hora de la jubilación descubrí que las empresas no habían cotizado por mí. Y fui a juicio". También cobra la pensión mínima, pero tiene más suerte que Severo y vive en el que ha sido su piso toda la vida en el barrio del Raval. También es soltera.

Al corro se suma Remi: "Me llaman el ánima de Ciutat Vella". Tiene 83 años, pero no los aparenta. Muy arreglada -tocada con una pamela y conjuntada-, dice a todos que su hijo viene a visitarla. "Es que vive en Australia", explica. Y enseguida deja claro que es una mujer muy activa y que todavía, a sus años, recita poesías a quien quiera escucharla.

Comen bastante deprisa, charlan un rato con los compañeros de mesa y la gran mayoría se van a sus casas. "A dormir la siesta y a pasar la tarde como buenamente se pueda", dice otra abuela. Pero también los hay que se quedan a charlar un rato más. Ése es uno de los objetivos del programa Àpats en companyia, que quienes viven solos y pasan la mayor parte del día sin compañía puedan ampliar su entorno social. "Las asistentas les animan a ir al casal si están bien; si no, la comida se les lleva a casa", explica el regidor de Bienestar Social, Ricard Gomà. Las trabajadoras sociales de Ciutat Vella encargadas del ámbito de la tercera edad dicen que a veces hay cierta resistencia a ir a los comedores de los casals. "Al principio no les gusta la idea, pero luego se animan y charlan un rato", apunta Gemma Portet, técnica del distrito. Dice que están cubiertas prácticamente todas las necesidades de comedor social de la gente mayor del distrito que lo requiere, aunque reconoce que a veces hay serios problemas de salud mental que llevan al rechazo de la intervención social, sea domiciliaria o través de las comidas en los casals.

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La citas de cada mediodía sirven, además, para observar si hay algún problema: "Si una mujer que siempre ha ido arreglada de repente viene mal vestida, dejada, hay que ver qué pasa. Suele ser el primer indicio de un problema de demencia senil", añade Natalia, responsable del comedor.

Predomina el buen ambiente entre los comensales, aunque a veces se rompe fugazmente por alguna discusión que las cuidadoras consideran en ocasiones un tanto infantil. De hecho, la gran mayoría se conoce ya desde hace años. Y hay personajes, como Virginia Santander, que son especialmente queridos. En su caso porque, además, es la decana del casal. Tiene 94 años y va a comer a diario desde que se abrió, hace 14. Delgada y muy ágil, dice que no puede hacer nada porque apenas ve. Virginia lleva un pequeño álbum de fotos. Es ella vestida de bailarina antes de la Guerra Civil. "Es que yo fui frívola. Vamos, que enseñaba y no enseñaba", dice poniéndose de pie y haciendo expresivos ademanes arreglándose el escote de la blusa. Después de trabajar con Celia Gámez en Madrid, se estableció en Barcelona y bailó en el Molino durante años, hasta la Guerra Civil. "Luego me casé, mira qué guapo era", y muestra a su marido en una fotografía: "Fíjate, con lo bien que he vivido y ahora... así".

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Sobre la firma

Blanca Cia
Redactora de la edición de EL PAÍS de Cataluña, en la que ha desarrollado la mayor parte de su carrera profesional en diferentes secciones, entre ellas información judicial, local, cultural y política. Licenciada en Periodismo por la Universidad Autónoma de Barcelona.

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