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Columna
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Wifredo el Velloso

El hecho más glorioso de la campaña electoral catalana, lo que da tono y categoría -y nos reconcilia con nuestra condición de vascos, pues demuestra que no tenemos el monopolio de las sandeces-, ha sido el gran homenaje de Artur Mas a Wifredo el Velloso. Ha sido emocionante lucir un antecedente de hace 1.100 años (nada menos), reconocer que las glorias que le atribuyen son falsas y aun así agasajarle por ellas, asegurando que la "inexactitud histórica" "no los hace menos valiosos o ciertos" a los hechos que se le encasquetan.

Como estamos en el año de la Memoria histórica, Mas y los suyos deben de pensar que vale todo si al pasado se refiere uno, más si es asunto remotísimo. No digamos lo de agradecer las cosas -¡y en su tumba!, pues los catalanistas las tienen del año de maricastaña o más- a un ancestro de tropecientos años. Las hazañas que se le imputan a Wifredo no son grano de anís precisamente: ser el padre simbólico de la patria catalana e inventar la senyera propiamente dicha. Vamos, como nuestro Sabino Arana -que también era barbado, aunque no consta que piloso exagerado-, pero en antiguo y en plan incierto, no como el vasco, cuyas aportaciones quedaron bien claras y no dan lugar a dudas.

Lo sucedido debería ser una cura de humildad para los que han gestado el desaguisado catalán

Es lástima que lo que le atribuyen a Wifredo el Velloso sea falso en sí mismo. Mayormente, porque este hombre y la gente que le rodearon en vida parecen bien interesantes. Era hijo del visigodo Senigundo, al que el emperador Luis el Piadoso le hizo conde de Urgell y de Barcelona y de otros sitios, lo que le fue confirmado a Wifredo el Velloso por el rey franco Carlos el Calvo -combatieron juntos, y, calvo uno y velludo el otro, tuvieron que ser una pareja curiosa-.

A Carlos el Calvo sucedió Luis el Tartamudo, a éste Carlos el Tonto y luego, por vías que no profundizaremos, Carlos el Gordo, antes de que llegara Luis el Niño. A todo esto, Wifredo el Velloso tuvo un hermano conocido como Miró el Viejo, que por lo demás no consta que diera la nota. Así que entre el Piadoso, el Velloso, el Tartamudo, el Tonto, el Gordo, el Viejo y el Niño -por lo que se ve, gentes con personalidad bien definida- lo del siglo IX parece más atractivo y conmovedor que la pasada pelea electoral catalana, protagonizada por individuos bastante sosos y tristes. Ha habido que esperar a los estertores para experimentar la satisfacción de la gesta de Mas visitando la tumba del fundador apócrifo de la catalanidad.

El contraste entre esta hombrada del dirigente de CiU y lo que vino después describe bien el fiasco político del primero de noviembre, que debería ser un punto final y no será. Y eso que por la noche del día de Todos los Santos todo el mundo parecía más o menos contento, pues cuatro partidos podían llegar al gobierno (CiU, PSC, ERC, ICV); las caras se alargaron el día de Difuntos, al comprobar los cuatro partidos que las cosas están espesas y que los cuatro pueden quedarse fuera del mando. Vendrá así el juego del todo o nada y las pasiones políticas que están liquidando el seny catalán, ya muy desprestigiado.

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Este retorno del asunto a manos de los profesionales confirma la sensación de revés que ha constituido toda esta historia, rematada por lo de Mas y Guifré el Pilos. Después de tres años con todo patas arriba a cuenta del Estatut, como si la ciudadanía no tuviera otra inquietud en la vida que mirarse las esencias, tenía su lógica que el dirigente del nacionalismo marchase a buscar, en el momento decisivo, las inspiraciones de las entretelas de la historia, los ecos del pasado, pues no siempre el nacionalista vive la vida, sino la épica y las llamadas (y llamaradas) del pretérito. Lo que ha venido luego debería constituir una cura de humildad -pero no sucederá- para Mas y también para los próceres que han gestado el desaguisado catalán de estos años. Llevan a la ciudadanía al borde del abismo o de la gloria (según el color del cristal con que se mire) y a la hora de la verdad los votantes, torpes, no votan con el furor y entusiasmo que se les imaginaba y se quedan en casa por centenares de miles. Se suponía que los dirigentes se habían echado al monte para contentar a la ciudadanía, rabiosa por cómo les encorsetaba el Estatuto que había antes (ni dormir podía el catalán, pues le oprimía el alma).

Toda la algarabía era para contentar unas hondas ansias populares que, visto lo visto y por cómo pasa la ciudadanía, existían sólo en la imaginación de los profetas. Sucede con la ciudadanía catalana como con Wifredo el Velloso. Ni éste fundó la catalanidad que le dicen ni aquélla está con el arrasador entusiasmo catalanista que le creían. No tendrá consecuencias todo esto, ya lo dijo Artur Mas: Wifredo se merece un reconocimiento por cosas que no hizo; la ciudadanía se merece una política nacionalista aunque pase de ella y se abstenga. De eso se trata.

Es lo que hay, política sobre la ficción. De forma que los Ciudadanos de Cataluña, sin vetustos ancestrales, van y sacan 90.000 votos del ala, una cantidad extraordinaria. En un sistema de partidos cerrado como el nuestro, impermeable y refractario a las novedades por lo del voto útil, resulta una hazaña increíble conseguir un 3%. El fenómeno es, así, de envergadura y presagia malos tiempos para una vida política basada en las memorias de Wifredo. Me refiero sobre todo a la que gira alrededor de los recuerdos falsos, pues da la impresión de que el Velloso, el Tartamudo, el Piadoso, el Gordo y compañía, que no se andaban inventando cosas raras, eran de un pragmatismo medieval que se echa en falta hoy en día.

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