Sedientos de energía
La gran cuestión política de nuestro tiempo es el entramado diabólico que existe entre el consumo, la energía y el medio ambiente. Un consenso general sobre las ventajas del capitalismo y del libre comercio lleva al consumo acelerado en todo tipo de sociedades. Ese consumo se basa en el dispendio de energía, sobre todo petróleo, gas y carbón, lo que provoca una deterioración palpable de la salud del planeta. Los países ricos quieren afianzar su bienestar. Los menos ricos buscan emular a los otros. Los gobiernos prometen crecimiento, y las empresas, satisfacción con sus ofertas. Al final, todos estamos atrapados en el mismo círculo perverso: vivir para consumir.
No hay recetas fáciles para escapar de esta trampa. Pero, al menos, deberíamos hacer un serio esfuerzo de reflexión. El primer nivel de análisis debe ser tomar conciencia de la dependencia energética. Entre 1990 y 2000, España aumentó su consumo anual de energía un 30%, y en 2005 gastamos un 19% más que en 2000. Estas cifras son muy impresionantes porque acompañan un crecimiento económico sostenido. Sin embargo, en ese mismo año de 2005 tuvimos que importar un 85% de la energía consumida. El transporte funciona con energía procedente de regiones lejanas e inestables. Pero también la electricidad que alimenta nuestros electrodomésticos y ordenadores se genera no sólo a partir de centrales nucleares, hidroeléctricas o parques eólicos, sino también, y en gran medida, a partir de fuentes importadas. Compramos petróleo a Rusia, México, Nigeria, Arabia Saudí, Libia, Irán e Irak, y gas a Argelia, Nigeria, Qatar, Noruega, Omán y Libia, en orden cuantitativo.
La simple lectura de estas listas conduce a una segunda reflexión, sobre la seguridad del aprovisionamiento. La brutal dependencia energética de España y de Europa significa que las interrupciones de suministro afectarían gravemente nuestras economías. Los cortes pueden venir provocados por causas muy diversas: huracanes y otras catástrofes naturales, guerras, terrorismo en los países árabes, problemas de producción en el invierno siberiano, etcétera. La capacidad suplementaria de producción y refinado se ha reducido en los últimos años, por lo que el mercado no es muy flexible. La dependencia energética se presenta más complicada todavía en el futuro debido al agotamiento de las fuentes tradicionales. La demanda mundial de energía crece sin cesar empujada por las potencias emergentes, lo que confiere una nueva relevancia internacional a los países productores y plantea un serio problema en caso de escasez, cuando los diversos consumidores podrían enfrentarse entre sí.
Frente a estos problemas, España y la Unión Europea deberían definir una política coherente y de largo plazo, con una dimensión internacional y otra interna. Ante todo, sería un grave error transformar la política exterior española y europea en una política de seguridad energética, como han hecho ciertas potencias en el pasado. Desde luego, dependemos de la energía producida en regiones inseguras, pero ¿significa esto que debemos plegarnos a cualquier dictado de los gobiernos de esos países o, al contrario, que debemos emplear medios militares para imponerles nuestra voluntad? En el futuro, los europeos importaremos cada vez más petróleo y gas de Oriente Medio y de Rusia. Esto es una razón de peso para crear una asociación estable entre Europa y esas zonas, trabajar más eficazmente para la resolución de sus controversias, ayudar a su desarrollo económico, al avance de la democracia y de la lucha contra la corrupción, en lugar de abdicar de nuestros principios y entrar en una competición por los recursos regida por las leyes de la selva.
En cuanto a la dimensión interna, los países europeos deberían asumir el liderazgo global para limitar el despilfarro de energía. La tercera componente del círculo vicioso del crecimiento, y no la menos importante, es el grave deterioro del medio ambiente producido por la combustión desenfrenada de hidrocarburos que la naturaleza había generado durante millones de años en el corto espacio del último siglo. Numerosos estudios científicos muestran que estamos asistiendo a una catástrofe ecológica planetaria causada por el hombre. Aunque las directrices para comenzar a solucionar el problema (mayor eficiencia, ahorro y desarrollo de energías menos contaminantes) están claras, su aplicación se retarda. En este campo se ve mejor que en ningún otro la tragedia de la gobernanza global. Estamos viviendo una globalización galopante de la economía, las comunicaciones y las ideas, pero no tenemos los medios políticos adecuados para gestionarla.
Las medidas internacionales adoptadas hasta ahora son modestas. A partir del 6 de noviembre se reunirán en Nairobi la conferencia de Naciones Unidas para el cambio climático y los Estados parte en el Protocolo de Kyoto. Desgraciadamente, no cabe esperar grandes progresos. Aunque los europeos insistirán sobre la necesidad de respetar el compromiso de Kioto, persisten dos importantes lagunas. Por un lado, los países en vías de desarrollo no están incluidos en el sistema de limitaciones, y, por otro, Estados Unidos, que consume el 24% del petróleo, el 23% del gas y casi el 20% del carbón en el mundo, no acepta fijar topes a sus emisiones de gases de efecto invernadero.
En estas circunstancias, una reacción generalizada y significativa sólo podrá producirse tras choques o crisis mayores. Como algunos expertos apuntan, un barril de petróleo a más de cien dólares haría más por la racionalización del consumo de energía y por el medio ambiente que todas las conferencias internacionales. Después de todo, un choque energético, que no hay que descartar debido a la situación política global, sería al principio doloroso para todos los países, ricos y pobres, pero muy probablemente tendría un efecto benéfico para la salud del planeta y para una mejor gestión de la convivencia global.
Martín Ortega Carcelén es investigador en el Instituto de Estudios de Seguridad de la Unión Europea en París.
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