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Crónica:LA CRÓNICA
Crónica
Texto informativo con interpretación

Vigencia del cartel

Uno de los femónenos mundiales de la juguetería portátil, producido por Nintendo, es un juego diseñado para estimular la agilidad mental (sólo para cónsolas DS). Se llama Brain Training, se vende como churros y ha generado, además de tremendos beneficios, programas de televisión y diversas derivaciones mercadotécnicas. El ideológo del juego (una suma de pruebas de rapidez mental) es el doctor Kawashima, un personaje virtual que hace recomendaciones que van más allá del juego, como por ejemplo "Aproveche cuando salga de paseo para entrenar su cerebro, intente leer lo más rápido posible los carteles que vea por la calle. Esto estimula el córtex prefrontal". No sé ustedes, pero a mí me encanta estimular el córtex prefrontal, así que salgo a pasear, buscando carteles que memorizar. Es la noche del 1 de noviembre. Por la calle se respira la incertidumbre de unos resultados electorales que, a medida que se van conociendo, se contaminan con las inevitables interpretaciones y coinciden con el azar del calendario: el tránsito entre el día de todos los santos y el día de los difuntos. Enseguida compruebo que carteles, lo que se dice carteles, hay pocos, sobre todo si no se tiene en cuenta la propaganda electoral, más difunta que santificada.

Algunos de los carteles actuales acumulan tanta información que parecen más anuncios por palabras que dignos representantes de un arte en crisis

Hace unos días, en un pirulí situado en la esquina Diagonal/Entença, vi a una fan cincuentona del cantante Raphael que intentaba arrancar un cartel de su ídolo que anunciaba su apoteósico concierto, prorrogado, en el Palau de la Música. Cuando le pregunté si los coleccionaba, me respondió: "Es para mi hija", lo que me confirmó que los padres hemos entrado en una fase en la que estamos dispuestos a cometer los actos más absurdos para contentar a nuestra descendencia. Sigo andando hasta la avenida de Josep Tarradellas y allí tropiezo con dos pirulís algo cochambrosos. Aplico las enseñanzas del doctor Kawashima e intento memorizar lo que leo: un cartel anunciador de un disco de Fangoria titulado El extraño viaje, otro del Festival Itinerante de Música Independiente y un tercero de un videojuego sanguinario basado en la película Scarface. Me doy la vuelta, repitiendo como un mantra el trío de estímulos cerebrales pero, a los pocos segundos, el videojuego es de Fangoria, el Festival es de Sanguinarios y el videojuego está inspirado en un disco itinerante y extraño. Sufro por mi córtex prefrontal mientras compruebo que los tiempos de las paredes cubiertas de carteles pasaron. Las nuevas normativas han dado la razón a los que antes, y no siempre con éxito, amenazaban con unas pintadas enormes en las que podía leerse "PROHIBIDO FIJAR CARTELES". Entonces había coleccionistas dispuestos a matar por conseguir alguna pieza de Frank Zappa o cualquiera de los históricos conciertos de Raimon, generalmente suspendidos en el último momento por la autoridad gubernativa. Hoy, en cambio, la espectacularidad de los carteles es más que relativa. Nada que ver con la historia del cartelismo internacional, desde Toulouse Lautrec (Le Divan Japonais) a Ramon Casas (Anís del mono) pasando por el épico realismo maoísta. Nada que ver tampoco con los aciertos de uno de nuestros mejores cartelistas, América Sánchez, de quien se ha recopilado este año su trabajo en un espléndido libro que tiene mucho de memoria colectiva de nuestro paisaje (202 cartells, América Sánchez).

Algunos de los carteles actuales acumulan tanta información que parecen más anuncios por palabras que dignos representantes de un arte en crisis. De los 10 pirulís visitados, se podría deducir que sirven sobre todo para publicitar nuevos CD de artistas tan diversos como Sabor de Gràcia o Violadores del Verso. ¿Actuaciones? También, con esas denominaciones modernas de discjockeys más o menos residentes y unos mapas ideados para no perderse por una geografía de polígonos, extrarradios, salidas de rondas y otras formas de extravío, patrocinados por sonoras y anglosajonas marcas de whisky. En un rincón de un pirulí, sobrevive, como la excepción que confirma la regla, un cartel cuadrado que anuncia un documental sobre Herman Hesse, amenazado por la disuasoria presencia de la publicidad de un espectáculo de Disney, una versión musical del osito bulímico y adicto a la miel conocido como Winnie the Poo. Lo siento por el doctor Kawashima y por mi cerebro y busco consuelo en la retransmisión radiofónica de los resultados e interpretaciones electorales. Desde las respectivas sedes, se detectan juegos de manos y regates dialécticos para digerir retrocesos. En general, nada de lo que suena por los auriculares parece coincidir con la cartelería política que todavía se mantiene en nuestras calles. Puedo memorizar perfectamente los eslóganes, aunque me temo que no significa que mi córtex prefrontal se esté recuperando, sino que la machacona reiteración de los mensajes, de los estilos y de las oratorias mediocres de nuestros representantes no tiene nada de estímulo y sí mucho de síntoma de alguna incurable patología.

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