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Columna
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Liga en el trabajo

Mañana tengo partido. Hoy la camiseta, el pantalón y las medias cuelgan boca abajo en el tendedero como el rompecabezas del futbolista que intentaré recomponer sobre el campo. Como yo, miles de madrileños aguardan con impaciencia la hora de la semana en la que se medirán a sus propias fantasías.

Cada temporada es más frecuente encontrar gente que milita en algún tipo de liga. Ya no es sólo la concienciación de los beneficios del deporte ni la progresiva panza lo que nos incita a inscribirnos en un equipo y a competir, sino que hemos descubierto un espacio y un tiempo de enorme disfrute, una realidad casi virtual donde convertirnos en un sueño, en un recuerdo. En la Comunidad sigue creciendo el número de campos o pistas de fútbol sala, de fútbol 7, de baloncesto o de pádel, que ha dejado de ser un deporte asociado a Aznar (ahora lo es el encestamiento de estilográfica en canalillo) para convertirse en una práctica masiva.

Muchas empresas madrileñas han comenzado a organizar torneos internos que permiten a los empleados, aparte de flexionar algo más que la última falange de los dedos sobre el teclado, relacionarse entre sí de una nueva forma. Jugar al fútbol con compañeros de trabajo establece diferentes complicidades y rivalidades que las desencadenadas sobre la moqueta de la oficina. Pero, sobre todo, destapa personalidades inéditas.

De repente nos sorprendemos al descubrir que aquel compañero escuálido y callado del ordenador de enfrente es, de corto, un líder vociferante e infatigable en el centro de la defensa. Igual que nos desconcierta comprobar que ese otro amigo conciliador y generoso escondía un carácter polémico y una desquiciante obcecación por tirar a puerta siempre que recibe el balón en campo ajeno.

Pertenezcamos a un equipo ganador o a uno de ésos con nombres jocosos confeccionados para echarse unas risas (como el São Parla, el Aston Birras o el Vender Semen) lo cierto es que superar la esporádica pachanga con los amigos y el duelo de "solteros contra casados" nos ingresa en una dimensión fabulosa. En el partido de liga hacemos serio el simulacro, toda una liberación mental tras luchar el resto de la semana por lo contrario, por restarle solemnidad de la plomiza realidad.

Gran parte de los hombres parece que nos negamos a madurar (o simplemente somos incapaces de hacerlo). Con más de treinta años nos bajamos de Internet juegos de la Play Station y reproducimos entre amigos los chistes, las anécdotas y los comentarios burdos y desternillantes de la adolescencia. Jugar al fútbol no sólo nos reencuentra con ese chaval que conservamos como una de las partes más preciadas de nosotros mismos, sino que también nos conecta con ese adulto que quisimos ser ya frustrado para siempre, con ese deportista de élite al que admiramos con un secreto y absurdo deseo de reencarnación.

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Es curioso observar los cuerpos de los compañeros de equipo en el vestuario. Su físico, que apenas habla en el trabajo, es, en la antesala del partido, su único currículum. En el momento de calentar no importan sus virtudes profesionales, sus triunfos sexuales con las chicas más preciadas de la empresa. Lo único que cuenta y por lo que son admirados es por su resistencia física, por su velocidad en las bandas, por su capacidad para dar pases al hueco o para parar penaltis. Sin embargo, aquel que se gana el respeto en el campo sí que traslada ese carisma de nuevo a la oficina. El héroe de un partido quizá pase desapercibido para el resto de los compañeros del curro ajenos a la liga, pero para quienes vivimos su proeza siempre será alguien distinguido, una especie de Clark Kent, cuya verdadera identidad sólo conocemos quienes compartimos esa otra realidad paralela de césped artificial, los integrantes de una comunidad secreta con espinilleras.

El desfogue físico y mental que crean las ligas internas llega a su máxima expresión en los torneos entre inter-empresas. Están proliferando en Madrid las organizaciones dedicadas a orquestar ligas de diversos deportes entre corporaciones.

Las disputas entre empresas crean cierto corporativismo, pero uno, en realidad, aunque se entregue a su equipo de liga interna y aunque lo dé todo por su firma en el torneo inter-empresarial, comprende que juega por sí mismo, por todo lo que fue y lo que nunca llegará a ser, por el placer del presente. Entiende que no tiene más bandera que esa que cuelga con su nombre del tendedero.

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