La reina
RECUERDO UNA de esas cenas que se dan en llamar con cierto optimismo cultural cenas literarias, pero que en el fondo no le llegan a los talones a las cenas de la troupe de investigadores de Aquí hay tomate, aunque al menos en aquéllas, en las de los reporteros de investigación, los cotilleos tendrán algo de carne, pero en éstas, en éstas... Nada, tristes migajas de la vida intelectual: alegría porque el libro de un escritor (no presente) ha vendido menos de lo que se esperaba, rabia porque a un escritor le han dado un premio siempre inmerecidamente, la furia de la escritora anciana que desprecia a la joven, el escritor que sólo se mide con otros varones porque medirse con las mujeres le parece rebajarse. Parece que el guión hubiera sido escrito previamente. Recuerdo una de esas cenas. La escritora madura, un poco cachonda por los viajes que le había dado a la copa, con los pechos apoyados en el brazo del escritor que esa tarde había presentado su libro, afirmó que en los últimos diez años ya sólo leía literatura escrita por mujeres. La afirmación era chocante teniendo en cuenta que su objetivo en la cena, por lo que yo veía, era comerse aquella misma noche al escritor homenajeado. El escritor le dijo: "Bueno, pues así te ahorras el esfuerzo de leer mi libro". La escritora le dijo: "Pero es que a lo mejor esta vez... hago una excepción". O sea, todo como una escena de güisquería de aquellas películas alfredolandescas, pero con libros de por medio. La escritora, la escritora madura y feminista, la escritora que no leía libros de hombres salvo de aquellos que se pensaba comer por la noche, al apurar hasta el fondo la vigésima copa le dijo al escritor mirándole a los ojos: "Yo creo que todas las actrices son cortitas, no he conocido ni a una que tuviera un poquito de inteligencia". Y a mí, que estaba al otro lado de la mesa, rumiando mi rencor hacia la escritora feminista radical, se me ocurrió llevarle la contraria. Y se lió, porque la tía (vamos a llamarla "la tía" a partir de ahora) se quitó la careta de Diana que había lucido durante toda la cena y dejó al aire su verdadero rostro: el de una de esas lagartas de UVE, serie que desde aquí reivindico porque en mi humilde opinión es la única que de verdad ha hablado del alma humana. La escritora de UVE echó su veneno contra esas mujeres, en general bellas, cuyo trabajo consiste no en hacer de ellas mismas, sino en encarnar la vida de otras. No se crean que es la primera vez que escucho esto sobre las actrices. También se dice de los actores, pero con las mujeres, como suele ocurrir, se cargan más las tintas. Cierto es que a esa idea de que no tienen muchas luces puede contribuir la forma en la que nos machacan con la promoción de las películas. Escuchamos a los actores, en general, decir siempre lo mismo. El actor firma por contrato promocionar su trabajo, y eso significa decir vaguedades sobre el personaje y afirmar, como si fuera la primera vez que eso se ha dicho sobre la Tierra, que el director ha sacado lo mejor de ti. Insoportable. Pero pónganse en su situación por un momento. Qué pasaría si todos firmáramos por contrato ese compromiso. Imaginen que la empleada de banca se viera en la obligación, aparte de darle a usted el dinero, de contarle lo cojonudo que es su jefe y lo bien que se lleva con todos sus compañeros, imaginen al empleado de El Corte Inglés, al mancebo de la farmacia hablando así de la boticaria, a las cajeras del Alcampo, a las enfermeras del Gregorio Mogollón, a los columnistas escribiendo las bondades de sus señoritos (bueno, esto es más frecuente). El contrato promocional y la ya necesaria pesadez con la que se anuncian las películas da una idea infantil de ese mundo, de acuerdo, pero por seguir llevándole la contraria a la escritora de aquella fatídica noche, diría que no hay mejor prueba para comprobar si la inteligencia brilla que ver el resultado de un trabajo. "Cuanto más vacío esté el actor, mejor", lo decía Marcello Mastroianni, que por cierto, estaba lleno de inteligencia y bondad. Llenos de inteligencia están los ojos de la actriz Helen Mirren, que, superada la barrera odiosa de la juventud, se ha plantado en la madurez como una de las mujeres más atractivas del mundo. Hellen Mirren, la actriz inglesa que ha dado vida a la reina Isabel de Inglaterra protagonizando una historia aparentemente intrascendente, la de los días posteriores a la muerte de Lady Di, la gran manipuladora de sentimientos lacrimógenos colectivos en un país tan poco dado a las lágrimas como es Inglaterra. No habría en principio razones para ir a ver una película basada en un suceso tan resbaladizo, pero el genio de Stephan Frears hace que la crónica rosa se vista de largo y puede asegurarles que el espectador acaba creyendo que el actor es Tony Blair y que la actriz, Hellen Mirren, es la reina. No hay belleza más brillante que la de la inteligencia, y esta actriz es bella y elegante hasta vestida con los modelitos imposibles de la reina Isabel, con el pelo cardado, con el bolso ortopédico al que se aferra hasta cuando está dentro de palacio. Hay ironía en la película, pero no burla, hay todo un personaje, esa mujer prisionera de palacio desde la cuna, hay perritos collies alrededor suyo, tés de las cinco y asuntos de Estado que son en realidad asuntos familiares. Uno no puede imaginarse qué habrá sentido la reina de Inglaterra viéndose en la gran pantalla, pero es evidente que si te interpreta Hellen Mirren saldrás más inteligente de lo que realmente eres.
Ah, y en cuanto a si la escritora se comió finalmente al escritor... No. No se lo comió, pero no puedo contarles por qué.
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