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Paciencia y política o el mal menor catalán

Jordi Gracia

Desde Cataluña, y contra lo que parece, casi todo se ve igual que desde la mayor parte de las regiones europeas. Sólo algunas cosas se ven distintas, y una de ellas es la toxicidad atmosférica que el catalanismo reivindicativo ha hecho ley de vida en estos pagos. Nadie está más harto de ella que quienes la padecemos desde hace 25 años.

De cara al futuro político después del 1 de noviembre, Zapatero reniega del tripartito, Montilla también, Carod hace lo mismo y el único que parece dispuesto a declarar que mantiene su debilidad por esta fórmula complicada es el candidato de Iniciativa per Catalunya, Joan Saura. Yo también, y por razones simples: porque vivo en Cataluña, porque la gobernación nacional-católica de Convergència duró muchos años, porque el centro-derecha catalán es civilizado pero es también centro-derecha, porque el enquistamiento institucional de CiU en la Generalitat está en la raíz de la mitad de los problemas del tripartito... y porque no hay ninguna otra solución plausible con una mínima posibilidad de éxito y estabilidad desde la izquierda.

El lenguaje público de los políticos, en campaña y fuera de la campaña, se ha simplificado de una manera tan cruel y gaseosa, tan banal y simplona, que escucharlos con razones y argumentos racionales, articulados, deja estupefacto. Cuando lo ensayan parece una nueva farsa, pero una nueva farsa que por una vez es verdadera. Eso sucedió en el único debate en TV-3 de todos los candidatos con representación parlamentaria. Hablaban casi en serio, se enfadaron casi en serio Piqué y Mas, y casi en serio defendía cada uno los argumentos que racionalmente deberían decidir ideológicamente el voto de los ciudadanos. Y lo inconfundible fue la viabilidad potencial de una alianza tripartita que ahora suelen rechazar todos menos Saura: la obra de gobierno ha sido de signo nítidamente social, de izquierdas y marcadamente distinta de lo que fue, sobre todo en los últimos años, la etapa convergente. El retador aire de jefe de ventas que maltrata a Artur Mas (desprotegido por la arrogante suficiencia de la banalidad que encarna David Madí, jefe de su campaña), contrastaba rotundamente con Saura y con Montilla, y algo menos con Carod Rovira, por una simple razón: porque éste estuvo casi desaparecido, neutro, minimizando males y con actitud casi institucional, prometiendo en los gestos que no se le escaparán las cosas de la mano. Parecía llevar escrito en la cara "no lo volveré a hacer", y de ahí ese aire de candidato desdibujado, que tanto debió disgustar a sus bases independentistas y que, superficialmente, pone un interrogante sobre su cabeza, es decir, sobre su fiabilidad como hombre de un futuro tripartito escarmentado.

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La alergia que despierta Carod Rovira en el resto de España es explicable y él mismo se la ha trabajado a pulso; la invisibilidad de Saura, o de Joan Herrera en Madrid, es explicable también por la menudencia de los diputados que se reparte el partido, pero todo eso no debería impedir que la izquierda española muy en primer lugar, sea moderada o jacobina, y pese a todos los pesares, aceptase que la opción de la mitad de la población en Cataluña es una coalición como la que encarnó el tripartito.

Y no ha de ser difícil explicar, aunque sea más difícil disculpar, que la pulsión nacionalista latente en un catalanista histórico como Pasqual Maragall se viese tentadísima por la oferta de ser presidente de la Generalitat a cambio de convertir la reforma del Estatut en objetivo prioritario del primer tramo histórico de la democracia en que la izquierda podía gobernar en Cataluña. Para quienes somos olímpicamente insensibles a los sentimientos nacionalistas, fue una decisión política humillante, y una lección: nos exigió resignación para aceptar que también la izquierda catalana era catalanista no sólo cuando hacía campaña, sino cuando ejercía el poder, que es donde menos falta hacía hacerse el catalanista.

Pero hoy las cosas son de otro modo, y Carod Rovira ha de dejar de ser, en el futuro gobierno tripartito, el instigador de un independentismo de Estado (aunque ese Estado sea la Generalitat) para navegar a medias entre sus pulsiones programáticas y su definición política de izquierda (y dejo para otro día mi plena simpatía por su denominación republicana). Y no será desde luego deseable que el PSC de Montilla hubiese de hacerse perdonar su acento castellano, andaluz o extremeño (en un país en el que todos venimos de un lado u otro, incluso sin movernos de casa), ni sería deseable que nadie hiciese ascos a un tripartito por desconfianza hacia el pasado turbio de la experiencia. Ese tripartito no sólo se puede hacer, sino que es muy fácil hacerlo mejor sin la lepra del Estatuto y con un ejercicio de poder que desactive políticamente las demandas no nacionalistas. En el PSC ha de quedar alguien que crea de veras que la Cataluña que vota a la izquierda no es automáticamente nacionalista, de la misma manera que Iniciativa podrá relajadamente abandonar de su lenguaje de partido la reclamación identitaria, perfectamente innecesaria cuando el poder es de la izquierda.

Por supuesto que estas elecciones, y el mapa político actual de Cataluña, han de medir opciones ideológicas, y nos movemos aquí entre la izquierda y la derecha, exactamente igual que en España se movieron las opciones hace casi tres años, entre dos partidos mayoritarios igualmente nacionalistas y españoles, sólo que instalados en alas distintas del espectro político de una democracia capitalista e industrial como la nuestra. En Cataluña, igual: el nacionalismo es un espejismo retórico del que habrá que ir desprendiéndose de una puñetera vez; desde luego no por la vía del desnudo de los candidatos, sino por la vía de las opciones políticas que cedieron un capital político de crédito en aras de un nacionalismo reivindicativo, el que llevó al Estatut, pero del que pueden ir despojándose ya, tranquila y sensatamente. Además, y sin duda, es la única vía para que regrese establemente al gobierno de la Generalitat una izquierda posible, aunque haya que soportar meteduras de pata como el desplante a Elvira Lindo por un acto folclórico del Ayuntamiento, y aunque haya que contar todavía una vez más que somos una cultura bilingüe consolidada históricamente y que eso no es una maldición bíblica, sino una afortunada bendición. Esa opción se define por ser el mal menor y de eso parece que trata la política en democracia.

Jordi Gracia es profesor de Literatura Española en la UB.

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Sobre la firma

Jordi Gracia
Es adjunto a la directora de EL PAÍS y codirector de 'TintaLibre'. Antes fue subdirector de Opinión. Llegó a la Redacción desde la vida apacible de la universidad, donde es catedrático de literatura. Pese a haber escrito sobre Javier Pradera, nada podía hacerle imaginar que la realidad real era así: ingobernable y adictiva.

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