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Elecciones legislativas en EE UU
Columna
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Críticas sin soluciones

Demócratas y un nada despreciable sector del Partido Republicano arrecian en sus críticas a la Casa Blanca por su política en Irak, a medida que se acerca "el primer martes después del primer lunes de noviembre", fecha en la que, según establece la Constitución de 1787, deben celebrarse las elecciones legislativas cada dos años y las presidenciales cada cuatro. En el caso de los primeros, las críticas son, lógicamente, demoledoras. Al fin y al cabo, se trata de desalojar a los republicanos de su actual control de las dos cámaras del Congreso, en sus manos desde 1994. Los segundos tratan de equilibrar su descontento con la Casa Blanca por la pesadilla de Irak con una defensa de la bonanza económica que goza el país, atribuida por ellos a las políticas domésticas aplicadas por los republicanos. Pero ni los unos ni los otros han sido capaces de aportar hasta ahora una estrategia creíble que permita una salida decorosa del país a las fuerzas de Estados Unidos y del resto de los países de la coalición sin que Irak estalle aún más y provoque un conflicto generalizado entre los países de la zona.

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Salvo voces muy minoritarias en el Partido Demócrata, que piden una retirada inmediata tipo Vietnam, las propuestas en boga se podrían agrupar en tres apartados. Los partidarios de un repliegue gradual a los países del Golfo; los que patrocinan una partición del país, dentro de una estructura federal que dejaría prácticamente sin contenido al Estado central, y los que, aceptando que la situación actual es muy seria, quieren apostar todavía por un Estado descentralizado pero unitario, y mantener el actual despliegue militar hasta que las fuerzas de seguridad iraquíes sean capaces de garantizar la estabilidad en el convulso país. Eso sí, con compromisos firmes y plazos con fecha del actual Gobierno de "unidad nacional" de Nuri al Maliki para el desmantelamiento de las milicias chiíes, un acuerdo con la insurgencia suní y un reparto equitativo entre las tres comunidades -las dos citadas y la kurda- de los ingresos petrolíferos.

Los jefes militares sobre el terreno sostienen que la primera opción sólo tendría sentido una vez asegurado un mínimo de estabilidad en el país. En la actualidad es inviable, dado el grado de violencia en el llamado triángulo suní, sobre todo en Bagdad. En realidad, según declaró el martes el jefe supremo aliado, general George Casey, el 90% de la violencia sectaria registrada en lo que va de año se ha producido en un radio de 50 kilómetros de la capital iraquí. El único escudo que impide que esa violencia degenere en una guerra civil abierta es precisamente la presencia de las tropas de la coalición.

En cuanto a la partición, la historia demuestra que las particiones terminan generalmente en catástrofe, algunas de las cuales siguen sin resolverse totalmente en la actualidad. Véase el caso de Irlanda en 1921, de India y Pakistán en 1947, de Palestina en 1948 y, más recientemente, el de la antigua Yugoslavia. Durante el imperio otomano, la antigua Mesopotamia estuvo divida en tres provincias, Mosul, Bagdad y Basora. Gran Bretaña decidió su unificación bajo una monarquía suní en 1921 e incluso inventó el nombre de Irak para el nuevo país unificado. Fraccionarlo de nuevo equivaldría no a una, sino a una serie de guerras civiles, a causa de la mezcla de poblaciones en todo el país, a pesar de los esfuerzos de Sadam Husein de arabizar Irak, que no fue otra cosa que un intento fallido de sunificar por la fuerza todo el país. Una desestabilización del norte kurdo o del sur chií no contaría precisamente con la pasividad de Turquía e Irán. Sin contar con el hecho de que los suníes no se quedarían cruzados de brazos sin acceso a las riquezas petrolíferas.

Leyendo el artículo publicado por el director adjunto de The Washington Post, Rajiv Chandrasekaran, en la edición española de Foreign Policy se entiende la caótica situación actual por la inoperancia e incompetencia de la Autoridad Provisional de la Coalición, nombrada por la cúpula política del Departamento de Defensa (Donald Rumsfeld, Paul Wolfowitz y Douglas Feith) y dirigida, catastróficamente, por el diplomático Paul Bremer, que refugiado en la zona verde y sin contacto con el país real ignoró olímpicamente las sensatas opiniones de los jefes militares sobre el terreno. Unos jefes militares que se opusieron, sin éxito, a la disolución del Ejército y al despido de todos los baazistas de los departamentos gubernamentales.

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