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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Pobreza

La Semana contra la Pobreza, una iniciativa de Naciones Unidas para que los Gobiernos reafirmasen su compromiso con los Objetivos del Milenio, se ha saldado con un discutible balance. Aparte de lamentarlo, habría que preguntarse si podía ser de otra manera. Desde la solemne aprobación de la Declaración en la que se recogían esos Objetivos, en septiembre de 2000, la relación del mundo desarrollado con los países en desarrollo ha ido ganando en simbolismo, incluso en glamour, lo que perdía en relevancia política y en eficacia.

Al amparo de lo que se formuló, en principio, como una agenda de compromisos suscrita por 189 Gobiernos, ha ido apareciendo durante los últimos años una nueva y empalagosa filantropía, muchas veces vinculada al mundo de las celebridades. Como promotora última de la Semana, Naciones Unidas se habría dejado tentar por los réditos inmediatos que parece ofrecer este género de aproximación a los más graves azotes que padece el mundo. De ahí la paradoja que se encontraba en la base de esta iniciativa: la única organización que reúne a los Estados del planeta no les exige que respeten lo pactado, sino que moviliza a los ciudadanos para que se lo exijan.

El principal obstáculo al que se enfrentan los Objetivos del Milenio no es la brevedad del plazo establecido para conseguirlos, aunque parezca ilusorio resolver en 2015 algunos de los más antiguos problemas de la humanidad. Es la falta de análisis y de acuerdo sobre los instrumentos para alcanzarlos. Comprometerse en los fines obviando los medios ha llevado a colocar, de nuevo, el grueso de las esperanzas en la cooperación al desarrollo, cuya contribución a la prosperidad de los países receptores arroja tantas sombras como luces. Ha llevado, además, a desatender el decisivo impacto sobre el desarrollo que tienen las reglas vigentes del comercio internacional, un amplio abanico de normas contrarias a los intereses de los más pobres, y que va desde el proteccionismo agrícola de los países ricos hasta las patentes farmacéuticas. Tal vez sobren campañas de sensibilización, por originales que sean, y falten iniciativas políticas y diplomáticas sobre cómo hacerlos realidad.

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