"Para mí un cuento es una pieza musical"
Lo que más llama la atención de Deborah Eisenberg es la vivacidad de su mirada, con la que atrapa vorazmente todos los detalles que hay a su alrededor. La entrevista tiene lugar en una estancia muy espaciosa, de grandes ventanales, que recuerdan los lofts de algunos de sus relatos. En el momento de conectar la grabadora, su mirada recae en un calendario, y es imposible soslayar la fecha: 11 de septiembre. La misma alrededor de la cual gira el relato inicial de su última colección, El crepúsculo de los superhéroes. Comenta la circunstancia apenas un instante. No quiere hablar de eso. Prefiere hablar de Berlín, ciudad a la que viajará al día siguiente. Hablar con ella es una experiencia muy similar a la que proporciona su lectura. Te arrastra inmediatamente al centro de las cosas.
PREGUNTA. ¿Qué característica destacaría de su perfil como escritora?
RESPUESTA. Aunque resulte chocante, que no me interesa la narrativa per se, en el sentido de que la escritura tiene otras muchas dimensiones. Carezco de talento para contar anécdotas. Para muchos escritores, todo remite al concepto de narrativa. Para mí se trata de otra cosa, de un posicionamiento singular de la inteligencia con respecto a las palabras.
P. ¿Históricamente, quiénes son para usted los grandes maestros del relato breve?
R. El más grande, seguramente, es Chéjov. También siento fascinación por Heinrich von Kleist. Sus cuentos son un prodigio de belleza y misterio. Una de las mejores cuentistas de todos los tiempos para mí es Mavis Gallant.
P. Algunos críticos consideran que hoy día son las autoras quienes están llevando a nuevos territorios el relato breve, género que siempre ha gozado de gran vitalidad en la tradición literaria norteamericana. En particular se habla de usted, de Lorrie Moore y de la canadiense Alice Munro.
R. A las dos las leo con sumo placer (el placer es la única motivación válida para leer) aunque no sé si tengo puntos de contacto con ellas por el hecho de que seamos mujeres que escribimos. Lo que sí creo es que el relato logra cosas que no consigue la novela. Hay algo maravilloso en el cuento, una forma hiperconcentrada de destreza y elegancia, una capacidad para el matiz y la penetración únicas. Y no es imposible que hoy día ésa sea una forma expresiva que encaja más con una visión femenina.
P. ¿Qué es El crepúsculo de los superhéroes?
R. Un conjunto de historias muy distintas entre sí. Me divierte explorar las posibilidades de la forma breve, cambiar de tono, variar el tempo. Y es que para mí un cuento es una pieza musical. Cuando escribo pienso en términos musicales: hay relatos que son allegros, o adagios, o largos... También me gusta cambiar de clave. Hay escritores que se ciñen a un solo registro, que van perfeccionando, pero sin jamás abandonarlo. A mí me resulta imposible escribir dos relatos seguidos en la misma clave.
P. ¿Por qué empezó a escribir más bien tarde?
R. Supongo que hice todo lo que estaba a mi alcance por evitar escribir, pero al final no me resultó posible. Había quien me animaba a hacerlo, pero me repelía la idea de darle al mundo un escritor mediocre más. La literatura sí que ha sido siempre muy importante para mí, pero como lectora. Las experiencias más intensas de mi infancia me las proporcionó la lectura. Si le digo la verdad, de adulta mi mayor ambición era no hacer nada. Despreciaba la idea del éxito, tener una larga lista de credenciales que mostrar al mundo, todo eso me asqueaba. No tenía ningún interés por triunfar, tener un trabajo muy importante... para mí el ideal de vida era no hacer absolutamente nada. Pero las cosas me fueron empujando hacia la escritura, de forma más bien gradual. Había una insatisfacción esencial en mí que traté de aplacar de diversos modos, y ninguno funcionaba. Por fin, mi compañero, que es actor y dramaturgo, me animó a escribir. Por mediación del legendario Joe Papp, escribí una obra de teatro. Me resultó muy difícil, y de hecho cuando terminé al mismo Joe no le gustó nada. De todos modos, la obra se estrenó, y entonces me di cuenta de que no había vuelta atrás. Me había metido en un terreno del que no podía salir.
P. ¿Puede hablar de sus experiencias como lectora?
R. Hasta los dieciséis o diecisiete años lo único que hice fue leer. De niña no hacía otra cosa. Vivía en un barrio muy tranquilo y me aburría mortalmente. No era feliz. Le caía mal a los demás niños. La lectura fue mi salvación. Mi madre me elegía los libros, pero también yo efectuaba incursiones por mi cuenta en la biblioteca familiar. Un día ocurrió algo mágico que me dejó marcada para siempre. Descubrí un libro precioso, de tapas muy altas. La tipografía era maravillosa, de estilo art decó. Era un libro de cuentos de Katherine Mansfield. Convencida de que era un libro para niños, yo leía aquellos relatos fascinada, y aunque no comprendía las historias, me sentía cautivada por la belleza de la prosa. Las palabras tenían vida propia. Saturaban mi imaginación, el brillo y la musicalidad de las frases me deslumbraban. Fue una experiencia estética fundamental. La lectura me electrizaba, sin llegar a comprender qué me ocurría.
P. ¿Diría que el género cuentístico padece con particular virulencia la mercantilización de la literatura que se vive hoy día?
R. Mejor no hablar de eso. La situación que vive hoy la literatura es terrible, y no hace más que empeorar. Desde que las grandes corporaciones se han adueñado de los sellos editoriales, el cambio a peor ha ido en picado. Los editores están a merced de los accionistas, que sólo quieren oír hablar de beneficios. Se trata de vender, que el producto sea un libro es lo de menos. Lo tratan exactamente igual que si fueran unas gafas de sol, o un cinturón, o un cosmético. Antes había un margen de riesgo. Había editores que decían: "Este libro va a tener pocos lectores, pero es literatura de verdad, así que lo voy a publicar". Hoy no queda casi nadie que piense así y las consecuencias son incalculables. La calidad de lo que se publica es cada vez peor. Conscientes de esto, los propios escritores se pliegan a las exigencias del mercado. Es la única manera de sobrevivir. La situación es desesperada. Hay veces que cuando tengo entre las manos un libro de Dostoievski o de Joyce, lo acaricio y me digo que hoy día sería muy difícil que nadie se decidiera a publicarlos.
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