Una confesión heladora
En la antología de cuentistas españoles de José María Merino, Cien años de cuentos, hay un relato de Ramiro Pinilla (Bilbao, 1923) que expresa perfectamente esa filosofía compositiva que tanto nos deslumbró en su monumental trilogía Verdes valles, colinas rojas. La unidad de sencillez prosística y calidad inventiva. Es verdad que esa trilogía, hoy tan galardonada, es una obra de gran aliento épico, pero con ser ello, no hay que olvidar que está soldada de historias pequeñas, muchas de ellas con la suficiente entidad como para funcionar como piezas autónomas. Pinilla sabe trabajar en distintos formatos. Conoce el tempo de cada uno de ellos. Maestro en el arte del diálogo, como lo fue Pío Baroja, los sabe incrustar en cada género con irreprochable precisión. Pero volvamos al cuento de la antología, Coral. Llega a un pueblo un nutrido grupo de prisioneros republicanos. El pueblo los recibe entre el escarnio y la indiferencia. Al final son conducidos a presenciar una misa. En medio de la soflama clerical, los desgraciados comienzan a cantar una estrofa sacra. Es tal el asombro que generan entre los feligreses, que ni el cura enfebrecido puede sustraerse a la revelación. Al final, después del milagro vocal, los presos parten del pueblo en medio de un pueblo que los despide con chorizos. Ramiro Pinilla reúne en esta pieza, que bien podría haber formado parte de su trilogía, la brillantez de la invención a lo García Márquez y esa transparencia estilística de cuño barojiano. Hago mención de esta cuestión porque de alguna manera en La higuera, su nueva novela, se reencuentra el autor vasco con una parecida ecuación narrativa, además de la impronta faulkneriana.
LA HIGUERA
Ramiro Pinilla
Tusquets. Barcelona, 2006
263 páginas. 16, 30 euros
La higuera está dividida en
tres partes. Las tres son narradas en primera persona. Dos de ellas, la primera y la tercera, por la misma voz, y la segunda por el protagonista de la novela. Digamos que el grueso de la trama recae en el relato de Rogelio Cerón, un falangista que llega a Getxo con una tarea concreta: limpiar España de rojos y separatistas. Rogelio, junto a otros camaradas de limpieza ideológica, asesinan a un maestro y a su hijo de dieciséis años. Lo hacen en presencia de un hermano de diez años. Los falangistas entierran a sus víctimas (que lo son por ser maestro uno y el otro el hijo del maestro, dos declarados enemigos de España por las mismas razones) en el terreno de la casa. Mientras, la culpa, los remordimientos no son cosa que atenacen los principios patrióticos de los falangistas, excepto de Rogelio, que ve en la mirada insistente del pequeño testigo una futura venganza que habrá que neutralizar. La higuera es el árbol que el niño planta en la tierra removida que cubre a su padre y a su hermano. Rogelio tiene que proteger la higuera, a la vez que encauza la vida del pequeño hacia un futuro en el que la venganza no cumpla su cometido. La higuera reedita el fuste narrativo de Pinilla, el fuste de un Juan Eduardo Zúñiga o del recientemente desaparecido Alberto Méndez. Es verdad, como dice su contraportada, que es una novela sobre el perdón. Como lo fue La caída de Madrid de Rafael Chirles. Y es evidente que no puede haber perdón sin memoria. La memoria es un factor importante también en esta notable novela, pero probablemente no debiera haberla hecho tan explícita Pinilla con la inclusión de una brevísima tercera parte, para mí, absolutamente innecesaria. Son apenas cuatro páginas que no agregan nada a todo lo que nos confiesa Rogelio Cerón, esa confesión que nos hiela la sangre y a la vez nos reclama el perdón.
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