"¡Hubiera preferido que viniera Laura!"
Los candidatos republicanos evitan contar con el presidente Bush en la campaña electoral
Rick Renzi es un congresista republicano por Arizona que defiende su escaño con uñas y dientes en las elecciones del 7 de noviembre. En 2004 ganó con el 59% de los votos; ayer estaba cuatro puntos por debajo de su rival demócrata en los sondeos. Hace unos días, George W. Bush asistió a un desayuno de apoyo a Renzi. Una de las armas menos secretas del presidente es dárselas de campechano; Bush contó lo que le acababa de decir Renzi: "Quiero que sepa, presidente, que usted no era mi opción ideal para este desayuno. ¡Hubiera preferido que viniera Laura!".
Las risas de los asistentes no ocultaron una realidad: el presidente ya no es el rey Midas que hace dos años ayudaba a los suyos a ganar elecciones; lo que toca ahora más bien se convierte en plomo, y ese lastre afecta a decenas de congresistas y a algunos senadores con serios problemas frente a los demócratas. ¿Solución? En la medida de lo posible, distanciarse discretamente de la Casa Blanca.
En septiembre, Bush fue a Tennessee para recaudar fondos para el candidato al Senado Bob Corker: el acto fue privado y sin prensa; la semana pasada, Laura Bush -con un índice de popularidad estratosférico, comparado con el de su marido- hizo lo mismo, pero en el Centro de Convenciones de Knoxville y con despliegue de cámaras. Todos prefieren a Laura.
Es una ley de hierro de la política de EE UU que las legislativas que se celebran a mitad de mandato presidencial arrojan resultados contrarios al partido que ocupa la Casa Blanca. El ejemplo más claro fue la toma republicana del Congreso demócrata en 1994, dos años después de la llegada de Bill Clinton al poder. Hay excepciones: en 2002, con el 11-S reciente y una popularidad de Bush del 62%, los republicanos ganaron seis escaños en la Cámara y dos en el Senado.
Pero Bush tiene ahora un 38% de aprobación (Clinton tenía un 39% en 1994), y muchos republicanos hacen campaña como si no fueran del mismo partido. Como el anuncio de Michael Steele, un republicano negro que quiere ser senador por Maryland: "¿Huele mal?", dice, al lado de un cubo de basura. "Es porquería que viene de mi adversario... Ben Cardin dice que el presidente me tiene en el bolsillo; Ben, yo tengo mis propias ideas. Tú no puedes cambiar Washington. Vosotros y yo sí podemos".
Ahí está también Deborah Price, que pelea para conservar su escaño por Ohio: hace dos años, su foto en la web recogía a una sonriente congresista con un sonriente Bush; ahora, Price presume de independencia en sus anuncios y aboga por la investigación pública con células madre. Y Jim Gerlach les dice a los votantes de Pensilvania: "Cuando me parece que Bush tiene razón, estoy con él; si creo que se equivoca, se lo digo".
Estos republicanos no han inventado nada. Los congresistas tienen un amplio margen de maniobra y su objetivo es su escaño. Los que creen que tienen más posibilidades desplazándose hacia el centro, lo hacen; los que están en distritos cómodos, no, porque no lo necesitan. Hubo demócratas que trataron de salvarse de la quema de 1994 alejándose de una caótica Casa Blanca; el propio Al Gore hizo la campaña presidencial de 2000 como si no hubiera sido vicepresidente de Clinton durante ocho años (alejarse de Clinton -fue el cálculo- es distanciarse de Monica Lewinsky).
Hay otros que desprecian la prudencia: Bush apoyó ayer a George Allen en Virginia. Mike DeWine, que lo tiene muy difícil para mantener su escaño en Ohio, ha recibido en dos ocasiones al presidente. Y Chuck Todd, en The National Journal, alerta contra la extensión del efecto anti Midas: "A pesar de todo lo que se dice sobre la tensión entre la Casa Blanca y varios estrategas republicanos, los dos lados están mucho más en sincronía de lo que Clinton y sus aliados demócratas estaban en 1994".
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