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Columna
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Hace un tiempo se planteó en el mundo anglosajón la conveniencia de eliminar de la máquina del lenguaje cotidiano algunas piezas obsoletas relacionadas con la condición social de la mujer. Una era la que determinaba el tratamiento, según la mujer fuera casada o soltera. Como en castellano: señora o señorita. Otra, la desinencia masculina (man) para designar cargos u oficios (como en policeman). La primera se resolvió con un parche que simplemente omite el aspecto informativo de la cuestión, pero no el hecho de que la mujer lleve el apellido del padre hasta que adquiere el del marido. A la otra se le dieron soluciones parciales que no se aplican a los idiomas de nuestra familia. Estas reformas chocaban con hábitos y convicciones ancestrales, pero también con usos lingüísticos tan arraigados que el resultado sonaba estrafalario, incluso a oídos de quienes las consideraban justas. Menudearon las bromas y la cuestión, por lo que veo, sigue abierta.

Recientemente se ha unido a lo dicho otra proposición más avanzada. El binomio genérico, masculino y femenino, señora Fulana, señor Perengano, presupone y sanciona una dualidad que deja fuera otras opciones. No sólo está el caso de los transexuales, que sería fácil, puesto que ellos mismos se han adaptado físicamente a la disyuntiva gramatical, sino otros, en los que el sujeto ha optado por vivir en un estado intermedio. Hombres encerrados en cuerpos de mujer o viceversa, y varias combinaciones, sencillas de enunciado, pero de mal llevar. En una ocasión leí algo sobre la lucha de un hombre, a quien gustaban las mujeres pero se sentía mujer, para que los psicólogos le autorizasen a cambiar de sexo y ser una lesbiana físicamente adaptada a su condición biológica y emocional. Ignoro en qué acabó el asunto. Lo que cuenta es que también en este terreno la escala de grises es muy amplia. Los avances científicos no sólo posibilitan estas permutaciones, sino que las explican y, al hacerlo, las incorporan al mundo de la normalidad. Aunque a la sociedad y al lenguaje les cueste aceptarlas. O se suprime el tratamiento de cortesía, o se inventan nuevos modelos. Un trabajo difícil, pero no para Supermán, sino para la Real Academia, a la que paso con cariño esta patata caliente.

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