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Columna
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México, el aprendizaje de la democracia

Los múltiples quebrantos y las permanentes rupturas del funcionamiento democrático plantean ya en el último tercio del siglo pasado, el problema de la fragilidad de las democracias. Tanto de las viejas democracias tradicionales como de aquellas que están iniciando su periplo democrático. Y así respecto de las primeras, la Comisión Trilateral, creada por iniciativa de Rockfeller, encarga en 1974 a tres académicos consagrados -Crozier, Huntington y Watanuki- un estudio sobre las causas de tantas disfunciones, que se traducirá en su Informe sobre la gobernabilidad de las democracias (New York Univ. Press 1975). De manera paradójica la solución que se nos propone es la de disminuir la participación ciudadana, quintaesencia de lo democrático, y sustituirla por una conducción tecnificada de la economía y de la sociedad, pues sólo la gobernación de los expertos, puede dar respuesta a las crecientes expectativas sociales y a la extraordinaria complejidad del entramado propio de nuestra contemporaneidad. Es decir, no más, sino menos democracia; no más política, sino menos política. Esta propuesta que recogerá 15 años más tarde, el Banco Mundial, en forma de gobernanza, fue contestada por todos los que defienden la concepción autocreadora y participativa de la democracia y para quienes un sistema político sin ciudadanos es, en el mejor de los casos, simple autoritarismo.

Volviendo a los países situados en la periferia del Occidente nordista y que han comenzado a conjugar simultáneamente mercado y democracia, sus dificultades y obstáculos, así como su gobernabilidad deberían enmarcarse más bien en el contexto analítico que Gabriel Almond, Lucian Pye y Sidney Verba definieron en los años sesenta del siglo pasado como desarrollo político. El cual a pesar de la hipervaloración de las capacidades de los Estados, de la ingenua esperanza en la convergencia de los procesos económicos y políticos y sobre todo de la imposición de la modernidad occidental como modelo único de progreso, ofrece vías de análisis más fecundas que las del sugestivo oxímoron democracia colonial, que acaba de acuñar la izquierda intelectual impaciente en el que el adjetivo clausura todos los posibles despliegues del sustantivo. Pero es que además en el neodesarrollismo de los setenta, esta categoría incorpora a las sociedades civiles y se abra, como subraya Bertrand Badie (Le Développement politique; Economica, 1994) a la multiplicidad de vías y fines, de acuerdo con la especificidad de cada país. Este modelo muy próximo al neopatrimonialismo de Eisenstadt (Traditional Patrimonialism and Modern Neopatrimonialism; Sage, 1973) insiste en la tendencia a la perpetuación en el poder de los gobernantes, en la débil institucionalización de la sociedad política y en la ausencia de contrapoderes por negarse a dar entrada y a reconocer la legitimidad de la oposición.

De aquí la necesaria sincronía de los dos supuestos sobre los que se articula la gobernabilidad: disponer de una estructura institucional que corresponda a las necesidades del país para el que se proyecta y conferirle una legitimidad de existencia de la que sólo puede dotarla, un uso unánime y continuado. Todos estos argumentos llevan a objetar el tratamiento de transición política que suele aplicarse al actual proceso democrático mejicano y a reconducirlo a lo que es, una fase de su desarrollo político. Por ello es tan importante reforzar su gobernabilidad mediante la construcción de una estructura institucional consistente y autónoma y sobre todo el reforzamiento de la confianza en ella de sus destinatarios.

Confianza que las peripecias de la última elección y en especial la interrupción de la verificación de los votos y la negativa a su recuento total, cuando la revisión de las primeras 11.720 urnas mostró, como nos recuerda Muñoz Ledo en su artículo en El Universal del 24 de agosto, que en 3.873 había votos de más y en 3.650 había votos de menos, o sea, que casi el 60% de las urnas revisadas contenían causas de nulidad. La esperanza de los amigos de México y de la democracia es que no se interrumpa el aprendizaje de las libertades y de la ciudadanía que son la mejor garantía de la paz y de la igualdad social. Aprendizaje que no se acaba nunca. Y si no, que nos lo pregunten a los españoles. Y para ese objetivo, admirado y disentiente Enrique Krauze, la contribución de la derecha civilizada es fundamental, pues es el único puente transitable hacia la clase dominante.

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