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Reportaje:LA RESPONSABILIDAD DE LOS INTELECTUALES

Los espinazos curvos de la dictadura

La manera en que los alemanes han enfrentado su pasado nazi suele tomarse como espejo a la hora de analizar la gestión que del franquismo se hace en España. De ahí que la confesión de Grass sobre su juventud nazi invite a buscar paralelismos. ¿Podríamos imaginar algo similar en España? El equivalente, pensamos, sería un intelectual español que, al escribir sus memorias, confesase un pasado franquista hasta ahora desconocido. Cosa poco probable, pues la clase cultural del franquismo está más que inventariada, y no hay mucho lugar para sorpresas. Lo más parecido, versión española, sería la cebolla endulzada que Laín Entralgo peló en su indulgente Descargo de conciencia -que publicó justo tras la muerte de Franco, no antes-.

Quedan autores del exilio que no tienen el lugar que se merecen

El problema es que, habitualmente, los laínes no nos dejan ver el bosque. Cuando surge el debate, nos entretenemos en discutir por enésima vez si Ridruejo era o no fascista; si Torrente y compañía se alejaron del franquismo por convicción democrática o por decepción ortodoxa; si Laín era un falangista, un oportunista o un pragmático; si Cela era un chivato, o si Dalí era un payaso o un filofranquista. Y mientras nos enredamos en esas discusiones, por debajo de esos cuatro o cinco grandes nombres, se mantienen en una cómoda sombra los muchos espinazos curvos (en expresión de Juan Ramón Jiménez, según Jordi Gracia) que durante la dictadura, mediante su colaboración más o menos entusiasta, alcanzaron y consolidaron una posición y un prestigio que han mantenido ya en democracia, donde nadie ha discutido sus honores, sus placas, premios, sillones académicos, calles, y en general el peso que siguen teniendo en la cultura española.

Catedráticos que ocuparon cátedras cuyos titulares legítimos habían sido depurados (como Laín), intelectuales que medraron en el oficialismo, autores promocionados por el régimen -y que además encontraron poca competencia, exiliados y censurados quienes podían hacerles más que sombra-, investigadores generosamente becados, científicos medianos o mediocres que brillaban con luz estatal, y todo tipo de arribistas, contemporizadores y adheridos.

Discutir otra vez si se trataba de fascistas convencidos, oportunistas o meros supervivientes es una trampa. Implica admitir la idea de que en la España franquista sólo se podía ser franquista, y que muchos lo eran por mera subsistencia, pues sólo jurando los principios del Movimiento se podía dar clases, publicar o investigar. Pero no es cierto. Aparte de que muchos de ellos hicieron bastante más que aplaudir en los actos oficiales, y permitieron a la dictadura transmitir sensación de normalidad cultural mientras las cárceles y paredones no daban abasto, no es cierto que no hubiera más remedio. Ahí están los exiliados, externos o internos, los encarcelados, los purgados, y muchos otros que dieron ejemplo de dignidad, de resistencia -silenciosa y no tan silenciosa-.

Pero los espinazos curvos del franquismo viven y mueren tranquilos. Aquí no hay cebollas que pelar, aunque se sepan podridas por dentro, sino cebollas blindadas, de una pieza, de granito. Aquí no se ha pedido cuentas a nadie. Es fácil saber lo que hizo cada uno, basta ir a la hemeroteca y consultar la prensa de entonces para conocer dónde estaba cada cual y qué decía. Pero los laureles, el respeto, el magisterio, permanecen intocables. Incluso aquellos escritores que, según expresión que ha hecho fortuna, ganaron la guerra pero perdieron la historia de la literatura, han ido recuperando posiciones en los últimos años, mientras quedan autores del exilio que aún no han sido incorporados a la vida cultural española en el lugar que merecen.

Isaac Rosa es autor de la novela El vano ayer (Seix Barral).

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