La 'yugonostalgia'
Dubravka Ugresic estuvo hace unos días en Barcelona para presentar su novela El Ministerio del Dolor (Editorial Anagrama). Los que tienen la suerte de seguirla desde hace tiempo saben que antes publicó El Museo de la Rendición Incondicional (Alfaguara) y Gracias por no leer (La Fábrica). Todos estos libros hablan obsesivamente del exilio y de su onda expansiva. En este terreno, Ugresic es probablemente la escritora más clarividente, precisa e inteligente a la hora de describir los matices del desarraigo y sus consecuencias. Los motores de su historia son el rencor y la amargura contra la explosión fanática que acabó con lo que hoy denominamos "antigua Yugoslavia". A ella le costó ser amenazada, perseguida, represaliada, humillada e invitada a marcharse por el simple hecho de no comulgar con la atomización totalitaria que terminó en la guerra que propició uno de los exilios más masivos y aparentemente invisible en Europa. El periodista Dusan Velickovic resumió así aquellos tiempos de barbarie: "¿Cambiará esto alguna vez? Estos bombardeos y las leyes de guerra, cuyas consecuencias políticas y psicológicas van a dejarse sentir seguramente durante mucho tiempo, parecen borrar cualquier esperanza que pudiéramos haber tenido. Para mí, la cuestión clave sigue siendo: ¿se pueden conseguir la paz y la no violencia a través de la violencia?".
Ugresic es la escritora más clarividente, precisa e inteligente a la hora de describir los matices del desarraigo y sus consecuencias
Ahora Ugresic vive en Holanda, un país nada balcánico, acostumbrado a coleccionar toda clase de exilios. Allí ha escrito el testimonio de su doble exilio: el de vivir fuera de su país y el de vivir fuera de un país, Yugoslavia, que ya no existe. Ugresic ha tenido tiempo de construir una perspectiva en la que, a veces, interfiere la cercanía desestabilizadora del Tribunal de La Haya, donde se escenificaron los juicios ejemplares contra presuntos o confesos criminales de guerra (Milosevic es descrito, pero no nombrado). La nostalgia y la melancolía de la narradora son tan sistemáticas que afectan a todos los ámbitos de su existencia: las relaciones sentimentales, de amistad, de trabajo, de familia. Y su talento para fijarse en cualquier detalle que represente gráficamente la diáspora es realmente prodigioso. Dos muestras: "Todos nuestros barrios son iguales. Se reconocen por los platos metálicos de las antenas parabólicas de televisión que asoman de nuestros balcones. Con esas prolongaciones metálicas auscultamos cada día el pulso de nuestras patrias abandonadas. Somos unos perdedores, conectados para siempre a la megacirculación sanguínea de la tierra que con odio hemos dejado". O: "Tierra extranjera es aquella en la que nadie nos espera al llegar".
Durante su estancia de tres días en Barcelona, Ugresic contó que en los peores momentos de la guerra, las autoridades emitían un mensaje que sonaba a pesadilla: "Cojan sólo las cosas esenciales". Sin perder un agudísimo sentido del humor propio de su Zagreb natal, Ugresic decía que cuando uno hace la maleta a toda prisa mientras caen las bombas no puede meter la patria dentro y tiene que conformarse con cartas, fotografías, objetos, comida. Con el tiempo, ha desarrollado la idea que apuntaba en sus primeros libros de que el exilio es una paranoia. En El Ministerio del Dolor comparte esa sensación con otros exiliados que, al mismo tiempo que descubren sus nuevas y respectivas identidades (bosnios, serbios, croatas, eslovenos, macedonios), tienen que agarrarse a la nostalgia del país más o menos artificial en el que se construyó su educación sentimental. A eso le llaman, con un conmovedor sentido del sarcasmo, yugonostalgia, un sentimiento vergonzante trufado de referencias sensuales pero tambien de guiños al comunismo totalitario y a cualquier detalle amplificado por la distancia y la ausencia.
Ugresic estuvo en Barcelona y disfrutó de la ciudad. Hasta donde le permitió su agenda de entrevistas, visitó la playa e incluso se tomó un respiro en el local Costa Gallega, allí donde antaño estaba el Drugstore del paseo de Gràcia. Unos meses antes, Roberto Calasso se había puesto ciego de ostras, pero Ugresic optó por un surtido de tapas acorde con su corpulencia y por un consumo moderado de cerveza. Luego fue agasajada por su editor, que la invitó a comer al Windsor, un potentísimo restaurante donde quedó prendada de una receta de arroz que le fue debidamente facilitada. En las entrevistas, se expresaba en inglés, pero en uno de esos bares de tapas detectó la presencia de un camarero georgiano y, arrastrada por la nostalgia del Este, empezó a hablarle en ruso. Pero el georgiano, no se sabe si porque era georgiano o porque era camarero, no se sabe si porque Ugresic era una neocroata ex yugoslava, le dijo que aquello era "ruso malo" y siguió sirviendo mesas. Fue una tregua de emociones positivas en una biografía marcada por el trauma del abandono. Un abandono que, en una ocasión, la llevó a escribir esta inmensa verdad: "Bien saben los nómadas que es más barato dejar las cosas que llevarlas consigo".
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