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Columna
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Lanfranco Bombelli

Victoria Combalia

Casi todo el mundo sabe que es muy difícil, en el momento en que se vive, percatarse de la importancia histórica de un acontecimiento o de una trayectoria. Y más cuando las cosas se hacen con discreción, como de puntillas, como es el caso de la magnífica andadura de la galería Cadaqués de Lanfranco Bombelli, ahora homenajeada en una exposición en el Macba.

La gracia y la altura de Franco Bombelli, cuyo talante un poco glacial asustaba a unos y fascinaba a otros -y a otras- fue la de llevar a Cadaqués exposiciones de alto nivel para la Cataluña de la época, cuya importancia tan sólo comprendemos ahora, con el paso de los años. A pesar de haber nacido en Italia, todo el mundo daba a Bombelli por suizo, no sólo porque se formó en Zurich (allá se graduó como arquitecto en 1946) sino por su extrema meticulosidad, autoexigencia y sentido del orden. Allá también conoció a Max Bill y al círculo de artistas seguidores del arte concreto -una variante del arte abstracto geométrico- que más tarde él se encargaría de dar a conocer en España. Fue Max Bill quien le pidió si quería ir a París a trabajar en el servicio de exposiciones del Plan Marshall, donde conoció al arquitecto norteamericano Peter Harnden. Con él finalmente acabaría construyendo las mejores casas de Cadaqués, modernas, muy bellas y extremadamente bien adecuadas al entorno paisajístico, un entorno que hoy, lenta pero inexorablemente, se está degradando por la construcción de algunas casas banales y sin proporción alguna.

Su galería era sinónimo de internacionalidad, de experimentación y también de fiesta

Marcel Duchamp fue a Cadaqués en 1934, pero volvió en 1958 para disfrutar de la belleza del lugar y para jugar al ajedrez. Cada verano pasaba una larga temporada en una casa alquilada en Port Dogué cuya modestia no le impedía poseer la mejor vista a la bahía de todo el pueblo. Duchamp encargaba puros a Peter Harnden o a Bombelli, y un día pagó con un cheque de 10 dólares que evidentemente el galerista conservó, en homenaje al otro famoso cheque, de 115 dólares, que el artista escribió a su dentista Daniel Tzanck en 1919. Pues bien, me he enterado ahora de que fue la galería Cadaqués la productora de los famosos Bouches-évier, unos tapones de bañera inventados por Duchamp como "medalla artística", encargada por la Sociedad Internacional de Coleccionistas de Nueva York. Sin duda, alguien tan mañoso como Marcel hubo de encontrar en Bombelli al interlocutor ideal: fino, perfecto, fiable.

Otros dos grandes artistas internacionales que Bombelli mostró ya una vez inaugurada su galería en 1973 fueron Richard Hamilton y Dieter Roth. Dieter, un artista bohemio y lleno de humor, cuya obra es hoy venerada en media Europa, se fascinó por la perrera del Tibidabo y grabó un concierto con los ladridos de los canes en 1977. En Cadaqués, mostradas por Bombelli, Roth hizo con Richard Hamilton varias obras en colaboración, un experimento artístico que también había hecho con el vienés Arnulf Rainer, en la convicción de que las obras "a dos" pueden ser más "imaginativas, atrevidas y agresivas" que las obras realizadas por un solo artista. Así realizaron las "pinturas para perros" (con jugosas salchichas pintadas) y las Interfaces, retratos del uno al otro. Duchamp incluso proyectó una película para perros, que debería proyectarse a una altura muy baja, aunque lamentablemente no llegó a filmarla.

Richard Hamilton, uno de los creadores del pop art si no el primero, concibió varios proyectos en Cadaqués, entre otros su serie Mierda y Flores, aunque la idea surgió de un paseo por las Ramblas, cuando compró postales denticuladas con flores. Más tarde vio un anuncio con dos niñas en un bosque y un rollo de papel higiénico, lo que espoleó su "perversidad" escatológica. Recuerdo que aquella serie nos dejó a María Girona y a mí boquiabiertas por su mezcla de kitsch y radicalidad. Casi cada año, entre 1972 y 1993 fui durante el verano a Cadaqués. En muchas ocasiones invitada a casa Ràfols Casamada, donde la visita de Franco Bombelli, para escoger obras de Ràfols o de su esposa María Girona, constituía toda una ceremonia, todo un acontecimiento. Sus vernissages eran siempre animados y en las cenas, multitudinarias o no, había de todo: una noche me tocó al lado de Max Bill. En mi pequeño diario, por ejemplo, tengo anotado el 19 de agosto de 1983: "Leo Silvia Plath, muy bueno pero deprimente a morir. Me anima a ir al vernissage y concierto". Porque también Bombelli fue protagonista en el ámbito musical: colaborando con el Festival de Cadaqués organizado por su amigo Jordi Roch, y al que invitó a John Cage en 1982. Bombelli también mostró a muchos artistas catalanes, entre otros a Arranz Bravo, Bartolozzi, Corberó, Tartas, Carlos Pazos, Fina Miralles, Todó e Isabel Garriga, Robert Llimós, Toni Catany, Joan Brossa, Pep Roca Sastre... además de Arroyo, Max Bill, Morellet, Munari, David Hockney... una lista inacabable, heterogénea y marcada más por su interés o amistad personal que por una línea programática. No comparto del todo la idea de Martí Perán en el catálogo de que la galería Bombelli constituyó una suerte de continuación natural del Grup 49 de la posguerra catalana. No, Bombelli iba a la suya, privadamente, rodeado de gente cosmopolita como él y de catalanes con imaginación. En este sentido, apadrinó el Cadaqués Canal Local de Muntadas (1974), y la acción, ritual, divertida y un poco desorganizada, de Miralda, Flauta i trampolí (1981), donde se colocó una larga mesa llena de erizos, anchoas y vino moscatel; la acción se terminaba con un concierto en plena calle de Jean Pierre Rampal. Recuerdo que se nos daba un pan envuelto en un curioso papel plateado (el mylor) que casi volaba con la tramontana de aquel 29 de agosto. Recuerdo a la gente apiñada; como todo lo que organizaba Bombelli, todo el mundo había venido para la ocasión, no nos lo podíamos perder. Porque Bombelli era sinónimo de calidad, de internacionalidad, de experimentación, y también de fiesta. Qué tiempos.

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