El descrédito de los profesionales
Tras el descrédito de las instituciones ha ido creciendo el descrédito de los profesionales. Al contrario de lo que ocurría hace unos años cuando presentarse con un título profesional suscitaba respeto, los títulos apenas dicen ya nada y ser un profesional incluso desdice.
La demanda de profesionales fue una obsesión en los años setenta y su ascendente presencia llegó a convertirlos en un sector social cuyos deseos y necesidades marcaron la orientación del marketing, de la política y de una parte de la cultura. El fenómeno de la rebelión de las masas se decoraba con esta cresta de trabajadores de cuello blanco que sin ser ya el tipo de intelectual nacido a finales del XIX representaba una sensibilidad a tener presente dada su importancia en la orientación de los gustos, su mayor instrucción política y su consecuente pensamiento crítico. En los años inmediatamente anteriores a la muerte de Franco aparecieron diversas obras que estudiaban las características de este grupo inédito, su dinámica innovadora y su notable consideración.
¿Consideración? En la actualidad la hartura del profesional y del profesionalismo ha reemplazado a la afectiva demanda de hace tres décadas. Cuando Frank Gehry justificó recientemente que hubiera elegido a Sidney Pollack para dirigir el mayor documento sobre su obra lo hacía basándose en que justamente Pollack no posee la mínima idea de la arquitectura.
Los abogados van siendo sustituidos por mutualidades de quita y pon o por cupones ofrecidos junto al diario EL PAÍS. Igualmente, los médicos son reemplazados por los consejos del pescadero o la vecina y la educación de los niños por una supernanny de televisión. De otra parte, los psicólogos pierden trabajo ante los coach, los operarios decaen ante la rampante competición del bricoleur, los curas menguan ante los predicadores charlatanes y los críticos cinematográficos o literarios mueren desbancados por el boca a boca. Finalmente, la wikipedia sustituye a la Enciclopedia y todas las operaciones triunfo, desde el baile a la canción, desde la escuela a la pasarela, se hallan entre las manos de gente común.
Hace un par de años, la Universidad de Harvard recomendaba a las empresas innovadoras inclinarse por la contratación de candidatos que no supieran demasiado de una disciplina determinada. El profesionalismo comportaría un grado de rigidez y polaridad desaconsejable para los tiempos de flexibilidad y apertura panorámica.
Ser demasiado profesional empieza a revelarse, pues, como una impensada rémora. Ante la idea de que sólo el profesional entenderá bien las causas y soluciones de un conflicto, lo imperante resulta ser lo opuesto. Más que dotados de un saber virtuoso, los profesionales se hallarían viciados de particularidad. La mirada perceptiva, creativa y desprejuiciada del catecúmeno gana reconocimiento sobre la visión del confeso.
Un libro de James Surowiecki, The Wisdom of Crowds, fue pionero de una extensa bibliografía sobre el nuevo poder del juicio de muchos. Muchos sin cualificación concreta, muchos conectándose en la red y formando conjuntamente un rostro cuyos miles de ojos verían más que dos.
¿Una mística del populismo? Un descrédito, en fin, de todo aquello que amparan y avalan las instituciones, empezando por la profesionalización de los políticos cuyos nuevos líderes, al estilo del conservador británico Gordon Brown, creen menos en su carisma que en su vídeo doméstico colgado en la red donde aparece ante el fregadero de casa "como un esposo cualquiera". Si el rey Juan Carlos ha perdurado tanto ¿no habrá que atribuirlo a que nunca ha parecido un rey?
Transmitir la sensación de ser como todo el mundo se impone como método de credibilidad ante el mundo. A falta de líderes que nos dejen con la boca abierta, los tipos que denotan un claro sentido común. En ellos se refleja el ciudadano y les regala su confianza. En absoluto aquella confianza especial que se otorgaría a un gran profesional, sino la fe natural que se entrega a la buena gente.
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