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Tribuna
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Sobre la mierda (de toro)

Juan Luis Cebrián

Con todo lo sucedido, todavía no salgo de mi asombro tras las supuestas revelaciones que el periódico de la derechota y la radio episcopal vienen difundiendo, durante años y con insistencia digna de menor causa, sobre la autoría y causas del terrible atentado que un puñado de fanáticos perpetraron en la estación de Atocha de Madrid invocando el nombre de Alá. Si me tengo que creer cuanto han publicado, los terroristas del 11-M formaban parte de una conjura instrumentada por los servicios secretos franceses y/o marroquíes, con la colaboración de la policía española, sectores de la Guardia Civil, militantes socialistas, confidentes de la pasma, narcotraficantes, y, desde luego, activistas de ETA -tal como se proclamó desde el Gobierno del señor Aznar-. Este conglomerado de conspiradores habría embaucado a unos moritos (para utilizar el apelativo racista con que les distingue la radio portavoz de la Iglesia española) a fin de perpetrar un golpe de Estado que desalojara a la derecha del poder. El objetivo no sería sólo sentar en las poltronas a Zapatero y su gente, sino destruir España, descristianizándola, desvertebrándola, destruyéndola. Para eso era necesario reformar los estatutos de autonomía, pactar con ETA a fin de devolverle los favores del atentado, retirar las tropas de Irak y, en definitiva, traicionar las esencias patrias, la España de siempre, a la que sólo un puñado de leales parecería estar dispuesto a defender frente a las hordas islamistas -herederas, en el imaginario del trío de las Azores, de los atributos de las antiguas hordas marxistas, sobre los que fuimos adoctrinados en la niñez-.

Son tantas tonterías publicadas y dichas, amparándose en un sedicente periodismo de investigación, que no daba yo mayor importancia a la proliferación de pendejadas altisonantes con que los defensores de semejantes tesis venían castigándonos a diario, pese a la mella que han hecho en sectores de la opinión pública. Ni la doy. El periodismo amarillo no es un invento de la COPE, convertida desde hace tiempo en una máquina de difamar, ni del periódico de Rizzoli en España, cuyo éxito en la diseminación de basura espero no sirva de ejemplo a su diario estrella, Corriere della Sera. Desde que la libertad de prensa existe hay sitio en ella no sólo para la honestidad y el debate racional; también para los desalmados y los tontos, con los que debemos aprender a convivir, pues son los tribunales y los lectores quienes finalmente dictarán el veredicto adecuado acerca de sus desvaríos. Lo verdaderamente preocupante es la adopción de esas prácticas amarillistas por el principal partido de la oposición, y la utilización de la mentira y la injuria como método habitual de expresión de quienes hablan por la radio de la Iglesia católica. Actitudes que, de no corregirse a tiempo -y no sé ya si es tiempo- pasarán factura a sus patrocinadores, desde luego, pero habrán generado una fractura social cimentada en el odio, la calumnia y la maledicencia.

No voy a insistir en la insensatez política de que quien era el ministro del Interior al frente de la policía cuando se cometieron los atentados, y de cuya impericia dan fe las hemerotecas, pretenda ser uno de los cabecillas políticos de esta rebelión que no viene sino a demostrar su irrisoria capacidad para el desempeño del empleo. Más me interesa la actitud de relevantes sectores del Gobierno, que durante años se han esmerado en dar tribuna en los medios públicos a estos voceadores de la inmundicia, contribuyendo a aumentar su popularidad y a engrosar su bolsillo. Los ciudadanos de a pie no acaban de entender que, en nombre de un pluralismo sui géneris, y amparándose en la tesis de un supuesto equilibrio entre las diversas tendencias de opinión, las autoridades políticas y los dignatarios religiosos contribuyan a prestigiar hasta el ridículo a semejantes personajes. Quizá se deba a que la conversión del PP en un partido de la ultraderecha, vociferante hasta la extenuación, atrabiliario, enrocado en sí mismo, y orgulloso dueño de todos los estereotipos que el franquismo difundió durante años, no responde sólo a la desgraciada gestión de sus líderes, dedicados a excitar la bestia histórica de este país, sino también a la satisfacción con que eso se contempla en el palacio de la Moncloa. El histrionismo de un PP radicalizado es para los socialistas la mejor garantía de su victoria en las próximas elecciones.

La búsqueda de una trinchera, por parte de los perdedores de elecciones democráticas, en los medios de comunicación o en las esquinas de la calle, cuando no en tribunales de justiciaideologizados y sectarios, es algo ya común en nuestros días. Las virtudes de la democracia representativa son puestas de continuo en entredicho mediante la apelación al populismo y el empleo masivo del sensacionalismo mediático. El sectarismo con que se produce desdice de la lealtad institucional de quienes practican semejantes métodos que, por lo demás, no son exclusiva de ninguna ideología. Los mismos que critican las movilizaciones callejeras en México jalearon hasta la extenuación la revolución naranja en Ucrania -cuyo triste destino ya conocemos-, que sirvió de inspiración y ejemplo al proceso del país azteca. El papel de los medios de comunicación en todo esto es más que singular. Frecuentemente son acusados -como en las recientes elecciones brasileñas- de ser los culpables del fracaso de la izquierda y de la frustración de las demandas populares en países donde el poder sigue anclado a las formas más rancias y corruptas del capitalismo. Esas invectivas contra la libre prensa son más que injustas, porque es deber de los medios criticar al poder y vigilar sus excesos, cualquiera que sea quien los cometa. Pero es imposible desconocer también que en ello se amparan, cínicamente, quienes por su parte utilizan con desvergüenza los púlpitos y las páginas editoriales para difamar al adversario, utilizando toda clase de mentiras y artilugios dialécticos, método por el que pretenden recuperar la gobernación perdida.

Toda esa palabrería, maledicencia y confusionismo que azota el debate político, en España y fuera de ella, merece una expresión en inglés bien sugerente: bullshit, mierda de toro. El profesor de Princeton Harry G. Frankfurt ha dedicado su tiempo a analizar esta boñiga intelectual y recientemente nos regaló con un ensayo sobre el tema, que no es otro que la manipulación de la verdad. Los traductores del libro han decidido llamar charlatanería al bullshit, lo que es una concesión bienpensante a la etimología del término. El profesor Frankfurt hace una distinción memorable entre el mierdoso del bullshit y el simple mentiroso. A aquel "... no le importa si las cosas que dice describen correctamente la realidad. Simplemente las extrae de aquí y de allá y las manipula para que se adapten a sus fines". El mentiroso tiene noción de lo que es verdad y lo que no lo es. El charlatán de mierda (bullshit) "no está del lado de la verdad ni de lo falso... ... puede que no nos engañe, o que ni siquiera lo intente, acerca de los hechos o de lo que él toma por hechos. Sobre lo que sí intenta engañarnos deliberadamente es sobre su propósito". En línea con este análisis parece evidente que los inventores de las paparruchas que circulan por las ondas episcopales practican el principio de que el fin justifica los medios. El propósito de quienes les alientan y animan no es, contra lo que dicen, defender la verdad -en este caso, sobre el 11-M- sino los intereses del partido de la oposición, responsable del Gobierno en el momento de los atentados. Por eso es irrelevante si algunas de sus presuntas investigaciones resultan acertadas y otras estúpidas, porque de lo que se trata es de manipular a la opinión pública con un solo fin. No el de convencerla de que el ácido bórico, además de para conservar los langostinos, sirve para fabricar explosivos, sino de que el sumario judicial sobre el atentado de Atocha está trufado de fallos porque el Gobierno prefiere no investigar la verdad.

En su despiadado afán por lograr sus objetivos estos charlatanes no paran en mientes y convendría no menospreciar su eficacia. El que sean unos falsificadores no significa que no se muestren expertos en su tarea. Mucha gente duda en México de que no haya habido fraude electoral, pese a los pronunciamientos judiciales que lo han desestimado, y mucha gente duda en España sobre la "autoría intelectual" del 11-M, pese a las evidencias de que nos encontramos ante un acto vandálico más de la red de Bin Laden. El bullshit es una enfermedad creciente en las opiniones públicas de las democracias y debemos aprender a sufrirla tanto como a combatirla, habida cuenta de las toneladas de estiércol que se derraman a diario sobre nosotros. Consolémonos sabiendo que está bendito.

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