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Columna
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Silencio

Gentes hay que precisan de que los números de las estadísticas o los estudios de sesudas instituciones avaladas por pruebas de laboratorio les coloquen por delante verdades que podrían capturar con sólo arrugar levemente la nariz. La prueba: no sé qué entidad científica ha revelado estos días que Sevilla es la urbe más ruidosa de Andalucía y que aspira con muy buenas marcas al primer puesto del país en estruendo y sordera. Los motivos se encuentran a la vista, y sobre todo al oído, de cualquiera: en primer lugar, esas máquinas rotundas que como manadas de dinosaurios recorren todo el centro y parte de las avenidas que lo rodean, y que día y noche trituran, machacan, degluten y trillan las aceras y el asfalto para dejar las tripas de la ciudad al descubierto; luego el tráfico, que modestamente y poco a poco, como se hacen las grandes cosas, pronto podrá competir en anarquía y colapso con esos grandes infiernos circulatorios del norte e incluso, quién sabe, emular a Madrid, donde las cámaras de tortura constan de cuatro ruedas y van tapizadas. Algunas fuentes que encuentro tendenciosas suman a estos dos motivos principales de ruido los efectos de la botellona: pero una reflexión detenida durante algunos segundos nos hará comprender que mucho tienen que aullar los borrachos y retumbar los altavoces de los coches para rebasar en un fin de semana la masticación de las excavadoras y el ametrallamiento de las motos que nos solazan los cinco días laborables. No creo que el aire de Sevilla precise de los jóvenes para volverse insoportable: ya lo hace muy bien él solito.

Una amiga italiana me regaló por mi cumpleaños una camiseta en que Federico Fellini se había caricaturizado a sí mismo con cuatro o cinco líneas que parecían las evoluciones de una mosca en un frasco y bajo las que se recogía la siguiente leyenda, al parecer proferida por él: "Si hubiera un poco de silencio, si tuviéramos un poco de silencio, si todo el mundo guardara silencio, tal vez algún día llegaríamos a comprender algo". A pesar de lo que piensen los mandamases de la Escuela de Francfort y de lo que hayan conseguido deducir los análisis marxistas, el gran tirano de los tiempos industriales no es la técnica, no es el capitalismo encarnado en bielas y tornillos, sino el ruido. El hombre de hoy es escoltado a todas partes por un zumbido ensordecedor que se inmiscuye sin pedir permiso en sus pensamientos más íntimos y le impide reflexionar o emocionarse sin las interferencias de esa molesta polución de fondo. El televisor encendido ruge desde el techo del bar, glosando el partido o presentando a los concursantes de turno; los comentaristas radiofónicos se pisan las palabras en la cabina del taxi y vuelven el regreso a la oficina aún más doloroso; la tienda de ropa emula a la discoteca, donde el que más y el que menos hemos aprendido a dominar el lenguaje de signos con una habilidad digna de mimos callejeros; el avión o el helicóptero se sirven de la bóveda celeste como de una colosal caja de resonancia; el escape de la moto, la bocina del impaciente y el martillo eléctrico que opera de apendicitis a las alcantarillas cierran el círculo de nuestra desesperación. Es cierto: cuando uno se refugia en casa o es introducido de sopetón, sin amortiguadores previos, en un parque lo suficientemente acolchado como para olvidar todas esas ofensas, siente un extraño vacío, una dislocación, siente que la cabeza se le llena de espacio, le crece y es capaz de alojar habitaciones y paisajes. Es el encuentro con el silencio, ese misterioso animal de las leyendas. El rumor de la vegetación, las voces ajenas, el salto del agua en su lecho, siempre deben alegrarnos porque son el código cifrado en que la naturaleza nos informa de que no estamos solos y de que pertenecemos por nacimiento a un orden de cosas mayor y más profundo, el universo. Pero si comprender que el mundo existe es importante, también lo es saber quién coexiste con él, quién vive a su lado o en su seno, quién es el que oye: y para medir la hondura última de nosotros mismos, como para descifrar los susurros y las palabras de amor, es necesario el silencio. A mí también me gusta la gente cuando calla, porque está como ausente.

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