El último sabio
Son varias las instituciones que en los últimos años están reconociendo la desinteresada labor y entrega que el sabio don Pere Maria Orts ha demostrado por su tierra, a la que ha legado su importante colección pictórica y ha consagrado su talento y sus energías, así como buena parte de su dinero. Si el otro día fue el Ayuntamiento de Valencia el que le colgó la medalla de oro de la ciudad en la solapa de su remota chaqueta negra, hoy mismo recibirá la Alta Distinción de la Generalitat por todos los méritos que, en ese sentido, ha acumulado en su ejemplar trayectoria. Pere Maria Orts es el último de nuestros sabios, pero siendo eso mucho, sería decir muy poco. A diferencia de otros especímenes que integran nuestro exiguo, y sin embargo convulso, catálogo de notables, siempre mantuvo los pies pegados al suelo que pisaba. Nunca ha formulado aseveraciones gratuitas ni ha alentado ninguna de las fantasías que tanto alegraron los cenáculos de la transición y que acabaría desmoronando la realidad, causando orfandades muy patéticas. Ni siquiera respecto a los Borja (que tan destacado y paradójico lugar ocupan en el santoral de la izquierda nacionalista), cuyo culto considera "una fenomenal exageración" que no se corresponde con su verdadera acción, que fue frenar el Renacimiento en el Reino de Valencia. Pero además de su capacidad, está su talante, y ambos están en correspondencia. En un momento en que el modelo que se admira y prolifera es el del tipo ávido que exprime el producto ajeno y que sólo utiliza el patrocinio cultural como coartada o extorsión, el ejemplo de Orts adquiere todavía más valor del que ya de por sí poseía. Para empezar, no ha cobrado nunca ninguno de los abundantes estudios de genealogía y heráldica, investigaciones o libros que ha realizado. A menudo, lo justifica diciendo que él no podría cobrar nada que hiciera por su país. De hecho, nunca ha cobrado nada en su vida, si exceptuamos los seis meses de alférez de complemento que le pagaron en las milicias. Vino a dar y no a recibir en un tiempo en que lo que impera es lo contrario. La cesión de su importante colección de pintura, tapices y libros a la Generalitat no tuvo contrapartidas. Y cuando en 1996 fue distinguido con el Premio de las Letras Valencianas, como sabía que había un cuadro de Palomino pendiente de pago en el Museo de Bellas Artes e iba a ser retirado por los propietarios, lo compró con el dinero del galardón e hizo la donación a la Generalitat. Y eso, en un entorno de pelotazos y farsantes que fingen empeñar su honor para llenar el saco, es un milagro.
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