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DON DE GENTES
Columna
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Esa tía que estaba buenísima

Elvira Lindo

ANTES, LA FELICIDAD era una cosa de la que se hablaba en las canciones de Palito Ortega o Albano. Antes, la felicidad era una cosa de tontos. Antes, la felicidad era patrimonio del Hola. Las famosas enseñaban su casa (vean, por favor, en YouTube a Paco León haciendo de Raquel Revuelta y enseñando su casa) y decían que eran felices y decían que sus hijos eran el motor de su vida. Cuando la famosa tenía marido, confesaba que el marido le daba paz (lo cual no deja de ser deprimente, si se mira con detenimiento). Si por el contrario la famosa no tenía marido, la famosa decía que estaba enamorada del amor (que es como decir que no se comía una rosca, lo cual es deprimente lo mires como lo mires). El otro día estaba comiendo con personas de gran altura intelectual (no diré sus nombres porque, aunque he sido la última en enterarme, he leído que contar chistes que se cuentan en cenas privadas puede mover los cimientos de este país diminuto), y todas esas personas de gran calado estaban de acuerdo en que, a estas alturas en que ya no creemos en nada, el Hola es un referente. En un país de chismosos como el nuestro, ya uno no puede creerse ningún chisme. Hay que ir al Hola. Todos los comensales confesamos nuestra absoluta fidelidad a la reina del papel cuché. Alguien comenzó diciendo que la gracia del Hola estaba en las fotos, pero finalmente, uno tras otro, acabamos confesando que también nos creemos el texto, literatura periodística que rezuma seriedad. Tanta seriedad rezuma que les conté un reportaje que leí hace poco en el aeropuerto y que me impresionó muchísimo. Es curioso, parece que siempre tenemos que excusarnos por leer el Hola. Illo tempore solíamos decir: "Hojeé el Hola en la peluquería". Ahora tenemos los aeropuertos, en los que nos aburrimos tanto -decimos como disculpa- que hasta leemos el Hola. El caso es que el Hola tiene dos tipos de lectores: el que confiesa haberse gastado el dinero y el ilustrado que siempre lo ha leído como por casualidad. Sé de ilustrados/as que les compran el Hola a las suegras o a las madres y se lo van leyendo de camino a casa. Con tanta avidez y de manera tan vergonzante leen esos ilustrados/as el Hola que en ocasiones se han tropezado con los pivotes antiaparcamiento que inundan España, país en el que el pivote ha acabado siendo un símbolo nacional, como el tulipán para Holanda. No recuerdo haberlo visto publicado en ningún suplemento cultural, pero se han dado casos de ilustrados/as, sobre todo si el ilustrado era varón, que tan sumidos iban en la lectura del Hola que habían comprado para su tía, suegra o madre, que se destrozaron los genitales contra un pivote y quedaron prácticamente impotentes. Se siente. Voy directa a los hechos: estaba hace poco en la T4, lugar en el que vivo en los últimos tiempos, al estilo de Tom Hanks en La terminal, cuando me leí, entero, un reportaje sobre Sidney Rome, esa actriz olvidada sobre la que siempre comentan los cincuentones: "Sí, hombre, sí, Sidney Rome, esa tía que estaba buenísima". Pues bien, esa tía "que estaba buenísima" es ahora un ama de casa, casada con un italiano y con dos hijas adolescentes adoptadas. Lo lógico es que yo hubiera visto las fotos por encima y hubiera pasado página chupándome la yema del índice, porque a mí (concretamente) Sidney Rome no me exalta lo más mínimo, pero anunciaron un nuevo retraso del avión y me dije: "Antes de ponerme con Claves de razón práctica voy a darle una oportunidad a la paz". Y me puse a ello. Las fotos eran divinas, pura armonía familiar, pero el texto era brutal: Sidney, la tía que estuvo buenísima a juicio de los nostálgicos cincuentones españoles, decía que sus hijas eran una pesadilla, que la pequeña aún tenía un pase, pero que la mayor era un dolor, que les insultaba a su marido y a ella sistemáticamente, les despreciaba, "y claro", decía Sidney, "devolverlas, ya no puedo devolverlas, obviamente, porque las niñas están ya en una edad tremenda, pero les estoy dando una preparación acelerada", Sidney decía, "para que las chiquitas se hagan independientes y se larguen, si puede ser, cuanto antes". Me impresionó, me cayeron dos lágrimas como escarpias (?) porque me dio por pensar que si perdemos ese último reducto de la felicidad que era el Hola, ¿qué nos queda? La felicidad era antes una cosa de cursis, de malos literatos, pero en estos días la felicidad ha pasado al primer plano de los estudios universitarios. La sensación paranoica de que ya casi no se puede hacer nada para cambiar el mundo está en el alma de mucha gente, de ahí que los estudiosos del comportamiento humano estén concluyendo que la felicidad está en los actos cotidianos, no en las grandes esperanzas. Lo que sonaba cursi o conformista se ha convertido en una reflexión de primera necesidad. Es algo que nos lleva a los clásicos, a la ilusión pura de darse un paseo, oler a café, meter la mano en la bolsa de las lentejas como hacía Amèlie o comprarse el último disco de Bob Dylan, Modern times, y escuchar más de lo de siempre, o sea, más de lo que tanto gusta. El desconsuelo vital nos lleva a la felicidad, que ya no es cosa de cursis. Mi oración diaria son las palabras de aquel filósofo, Pepe el de la Matrona, que resumió en cuatro versos todo aquello que le puede pedir un ser humano a la vida: "Me gusta por la mañana, / después del café bebío, / pasearme por La Habana / con mi cigarro encendío". Esto sí que es una clave de la razón práctica. Lo recito cada mañana al levantarme, es mi mantra.

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Sobre la firma

Elvira Lindo
Es escritora y guionista. Trabajó en RNE toda la década de los 80. Ganó el Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil por 'Los Trapos Sucios' y el Biblioteca Breve por 'Una palabra tuya'. Otras novelas suyas son: 'Lo que me queda por vivir' y 'A corazón abierto'. Su último libro es 'En la boca del lobo'. Colabora en EL PAÍS y la Cadena SER.

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