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Juicios paralelos

Francisco J. Laporta

Habla el juez Félix Frankfurter, de la Corte Suprema de los Estados Unidos, en Irving v. Dowd (1961), uno de los casos punteros de "juicios por la prensa" en el que se revocó el veredicto de un jurado simplemente por la polvareda que se había creado de antemano en los medios: "Uno de los más justificados orgullos de la civilización occidental es que el Estado asume la carga de establecer la culpabilidad únicamente sobre la base de pruebas presentadas ante el tribunal y bajo circunstancias que aseguran al acusado todas las salvaguardas de un juicio justo. Estas elementales condiciones para establecer la culpabilidad faltan sin duda cuando el jurado que ha de sentarse en el juicio sobre un conciudadano empieza su labor con la mente inevitablemente envenenada contra él". La jurisprudencia de los Estados Unidos, que suele mantener con firmeza la posición preferente que ha de tener la libertad de expresión en éstos y otros conflictos de derechos, ha revocado sin embargo a veces aquellos veredictos que surgían de una atmósfera de "festejo romano" o de "carnaval", y ha llegado a la conclusión de que "allí donde hay una razonable posibilidad de que noticias prejuiciosas anteriores al proceso impidan un juicio justo" el juez hará bien en abstenerse o en cambiar el caso de jurisdicción. "Cualquier procedimiento judicial en una comunidad expuesta tan profundamente a tal espectáculo no puede ser sino una vacía formalidad".

Nosotros, que hemos estrenado la libertad de prensa hace cuatro días, nos hemos apresurado, en cambio, a tomar el rábano por las hojas. Montamos, eso sí, el mismo festejo -entre nosotros acaso taurino en vez de romano-, con los mismos aires carnavalescos y los mismos linchamientos, pero lo que acabamos por hacer sin embargo no es proteger la posibilidad de un veredicto justo, sino modificar el jurado, calumniar a la policía o desautorizar al poder judicial mismo. Porque está claro que de nuestros usos mediáticos no queremos hablar. Haremos cualquier estupidez colectiva antes de mirar cara a cara al hecho desnudo de que no podemos participar de ese orgullo de la civilización occidental que mencionaba Frankfurter y nos estamos chapuzando en el muladar de la lapidación cotidiana. Eso sí, nosotros no usamos piedras reales, sólo piedras simbólicas de denigración pública. Eso al parecer nos sitúa culturalmente muy por encima de los nigerianos.

Las dimensiones que ha adquirido entre nosotros el uso de la libertad de expresión no alcanzan para que uno pueda decir en voz bien alta que hay algunos de nuestros medios que son sencillamente indecentes. Eso se tomaría como una amenaza a tal libertad. Pero sí dan de sí para abrasar a un ciudadano, a un profesional, a un jurado, a un juez, o a una sala entera, si es el caso. Cuando a cualquier periodista le disgusta una decisión o un procedimiento judicial, va tranquilamente y denigra al juez. No faltaría más. Para ello no hace falta disponer de conocimientos jurídicos, sólo de libertad de expresión y de cuota de pantalla. Pero cuando alguien se propone recordarle al periodista algunos elementales principios de decencia profesional, entonces echa mano de la libertad de expresión y te apunta con ella. Ahí se acaba todo. Es preciso someterse al matonismo mediático. De lo contrario saldrás al día siguiente clavado en una columna infame, firmada de verdad o con pseudónimo, que eso a nuestra libertad de prensa le parecen minucias.

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La deriva que está tomando entre nosotros la sustitución de los procedimientos institucionales de la democracia por esas lapidaciones sumarísimas y sin garantía alguna que se urden en los medios de comunicación es ya alarmante. Hasta hace poco parecían especialidad de la información morbosa sobre crímenes populares y lances de cama. Eso, desde luego, no las hace irrelevantes. También en esos casos se ignoran principios elementales de la administración de justicia en el Estado de derecho. Tenemos ya, por ejemplo, evidencia de personas que han estado al borde de pasar su vidaen la cárcel por delitos que no habían cometido, pero que resultaban sabrosos de sugerir para determinados informantes. A esos extremos pueden llegar ciertos usos de la libertad de expresión. Pero lo peor es que de pronto nos encontramos con que están siendo proyectados calculadamente sobre la lucha política. No es que se trate ya de la deplorable realidad de que conformamos un pueblo de televidentes de psicología malsana e infantil, es que estamos en camino de suplantar la deliberación democrática en libertad por la manipulación de los datos, la insidia y la inducción artificial de comportamientos políticos al margen de las instituciones. Estos días ha podido contemplarse en Madrid lo que puede dar de sí la deshonestidad de blindar con polución mediática una decisión política sobre el comportamiento profesional de unos médicos. La utilización de la cadena de televisión autonómica para desactivar el procedimiento judicial o condicionar el fallo está llegando a unos límites realmente nauseabundos. Pero nada comparado con el mendaz montaje mediático sobre el establecimiento de los hechos pertinentes del atentado de la estación de Atocha. Aquí se ha puesto en marcha una cadena que pretende interceptar y sustituir el proceso judicial y presentar los hechos al gusto de los interesados. Para llegar a ello se está conminando a la justicia con amenazas latentes y ultrajes explícitos. Y se está celebrando todos los días uno de esos festejos romanos que denunciaba Frankfurter. Con la siniestra particularidad de que aquí lo que está en juego no sólo es la vida de algún inocente, sino el Estado de derecho mismo y la independencia del poder judicial. Resulta por ello particularmente indigno que los dirigentes del Partido Popular se hayan echado en brazos de tales impostores políticos. Por no mencionar el hecho gravísimo de que parecen estar en el mismo juego algunos jueces que integran nada menos que el Consejo General del Poder Judicial.

Quienes creen que la libertad de expresión es una licencia para manipular o mentir se equivocan. Si los medios nos engañan y aturden de forma tal que acaban por socavar nuestra capacidad para juzgar, están dañando seriamente nuestra cultura política y nuestras vidas como ciudadanos. Envenenar el discurso público equivale a atentar contra el sistema democrático mismo. Eso es lo que puede explicar el sucio espectáculo al que estamos asistiendo aquí últimamente. Alguna vez pudimos haber pensado que todo era producto de una rabieta temporal por una derrota electoral inesperada. Pedíamos por ello madurez democrática y sentido institucional. Pero ya hay demasiadas coincidencias oscuras para que tal hipótesis ingenua pueda mantenerse. Hoy empezamos ya a temer que estamos ante una trama civil e institucional urdida deliberadamente para desactivar los mecanismos de la discusión pública y del Estado de derecho. Una suerte de atajo para volver al poder recurriendo al engaño a los ciudadanos y la utilización espuria de las instituciones. Unos falsos juicios paralelos construidos deliberadamente para sustentar una falsa democracia paralela que no tenga por qué someterse a las exigencias jurídicas y morales de la auténtica democracia constitucional. Algo que, bien mirado, obedece subliminalmente a la lógica interna del golpismo.

Francisco J. Laporta es catedrático de Filosofía del Derecho de la Universidad Autónoma de Madrid.

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