Cosas urgentes
Hace un año y medio escribí sobre el servicio de urgencias del hospital Clínico y hoy repito porque he vuelto a visitarlo. Todos los que nos dedicamos a escribir deberíamos pasar por aquí de vez en cuando para ampliar nuestras dotes de observación y relativizar nuestra capacidad para asimilar emociones. Si hace un año los parientes de los ingresados podían merodear por las plantas y acompañar a los enfermos o accidentados, ahora el sistema evita aglomeraciones y abusos y, con un criterio racional, concentra a todo el mundo en la sala de espera. Cada dos por tres, suenan por los altavoces mensajes como éste: "Familiares de Juan Martínez, acudan a cuarta planta, por favor". Las identidades no siempre son indígenas y se mezclan apellidos de todo el mundo que retratan incidencias relacionadas con la inmigración, pero también con el turismo. Porque, aunque parezca mentira, los guiris tambien pasan por urgencias (fracturas, gastroenteritis, apendicitis, taquicardias). En la ventanilla de admisiones se proporciona información y se regatea con la vigencia de seguros vagamente caducados, el importe que hay que pagar en caso de no tener cobertura ("son 200 euros", oigo que repiten) o la gravedad aproximada de la consulta.
Después de seis horas de observación, puedo afirmar que dar la cara en un servicio de urgencias es uno de los trabajos más erosionantes que existen. Cuando terminan su turno, los que lo atienden se marchan por el pasillo arrastrando los pies y un cansancio que sólo superan los médicos, cada vez más jóvenes, que atienden las urgencias. En las médicas detecto un gesto que se repite como una seña de identidad gremial: al terminar la guardia, lo primero que hacen es quitarse la goma del pelo y soltárselo, en un gesto que escenifica, de un modo tan íntimo como símbolico, la transición de lo profesional a lo privado. Los familiares de personas ingresadas, en cambio, actuamos siguiendo una lógica imprevisible. Deambulamos por las máquinas de comidas rápidas y bebidas, alternamos aguas minerales con aguas minerales con sabor a limón e intentamos administrar una angustia que, si la espera es lo bastante larga, nos hace sentirnos culpables de pensar más en nosotros (la imposibilidad de contar con una previsión sobre cuánto tardaremos, los sentimientos de inquietud que produce elucubrar y caer en la espiral de las hipótesis, a cual más catastrofista) que en el ingresado. A punto ya de caer en el abismo del egoísmo, recuerdo una frase de la gran Lauren Bacall que me redime: "No te preocupes tanto de lo que va a suceder. Ya estás suficientemente nervioso preocupándote por lo que sucede".
La impresión que produce un servicio de urgencias como el del hospital Clínico es de acumulación arbitraria de accidentes y de manifestaciones casi parapsicológicas de males más o menos graves. Una lectora de este periódico se me acerca y me cuenta su historia. En un viaje al trópico se contagió de un mal que se manifiesta a través de unas larvas subcutáneas que es necesario operar. El eficaz servicio de medicina tropical del hospital ya la ha operado dos veces y, después de prometerle que esta clase de bichos sólo dejan una larva en cada uno de sus ataques, ahora nota que la larva ataca de nuevo, como un Allien en miniatura. Al salir de la visita, la lectora se muestra preocupada porque no han podido extraerle la nueva larva porque "no tenían pinzas". Comparto su razonable preocupación y su no menos justificado desconcierto y, al igual que en tantos otros casos, me maravilla la paciencia y resignación de la gente y la infinita bondad con la que se adaptan a circunstancias con más matices que la queja estéril o sistemática. En el mostrador, mientras tanto, un airado paciente exige "el full de reclamacions", pero baja la voz cuando se da cuenta de que no tiene bolígrafo y tiene que pedírselo, por favor, a los mismos a los que acaba de abroncar.
El ser humano se muestra aquí en todas sus facetas pero, en general, la actitud mayoritaria es de amabilidad, respeto y solidaridad. Sólo cuando los mensajes de la megafonía resultan indescifrables se detecta un cabreo general más que justificado. Al fin y al cabo, ya que los familiares esperamos disciplinadamente, no estaría de más que entendiéramos los avisos. A mi lado, un hombre que parece experto en ingeniería de sonido diagnostica: "Se acercan demasiado al micrófono y por eso no se les entiende". Asiento sin entusiasmo, no porque no me interese su observación, sino porque no quiero parecerme a esos familiares que, derrochando confianza, aprovechan la espera para iniciar alegres y dicharacheras conversaciones o compartir con los demás sus intranscendentes monólogos por el teléfono móvil. Una sala de espera de urgencias requiere cierta actitud expectante, un silencio que debería ser consecuente con el concepto que preside todo este increíble milagro de la atención y curación y que confirma una estadística temible: no todos los que entran salen.
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