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Reportaje:El fenómeno de la inmigración

"Nuestros padres nos mandan para que les enviemos dinero"

Líderes religiosos de Senegal bendicen a los menores que son embarcados en cayucos hacia Canarias

"Mi padre me dijo: 'Vete a España y manda dinero a casa'. Luego me llevó a ver al morabito [líder religioso musulmán], que me dio un gri-gri [amuleto] y me advirtió: 'Cuando llegues a España, no olvides tu religión y, sobre todo, recuerda la pobreza que dejas atrás'. Yo no he venido aquí a estudiar. He venido a trabajar. A ganar dinero para enviárselo a mi padre y al morabito".

I. M. llegó a Canarias hace una semana, tras una accidentada travesía de 12 días en cayuco desde la región de Casamance, al sur de Senegal. La historia de este muchacho de 15 años es similar a la del millar de menores que, como él, han llegado a Canarias en los últimos meses y que el Ministerio de Trabajo y Asuntos Sociales trata de repartir ahora entre las demás comunidades autónomas. Los relatos de estos chicos demuestran que han sido sus padres y líderes religiosos locales quienes les han empujado a embarcarse en una travesía marítima de 2.000 kilómetros, en la que otros muchos han perdido la vida.

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I. M. es uno de los 106 menores subsaharianos que el Gobierno de Canarias ha alojado en el centro de emergencia La Esperanza, en Tenerife. La Esperanza es un lugar extraño, mitad colegio y mitad cárcel. Está situado en la falda del Teide y hasta hace pocos años fue un reformatorio; de ahí el falso espejo del vestíbulo y las puertas de hierro con mirillas en las habitaciones. A sólo 400 metros del centro, entre altos pinos, 105 muchachos más han sido alojados en las casetas y tiendas de campaña de un campamento de verano.

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Los menores tienen entre 12 y 17 años. El 80% procede de Senegal; el 19%, de Guinea-Bissau y el 1%, de Malí. La mayoría son de etnia wolof, pero también hay sereres, toucolors, diolas, soninkés... Viéndolos jugar con pasión al fútbol en el patio, esforzándose en las clases de español o riendo en los talleres de actividades, resulta difícil imaginar la pesada responsabilidad que sus familiares han depositado sobre sus hombros. Los chicos son conscientes de que sus padres y sus hermanos han empeñado lo poco que tenían para pagar su pasaje. Y que ellos deben sacrificarse para enviarles dinero lo antes posible. Por eso se impacientan y repiten una y otra vez: "No hemos venido a estudiar, sino a trabajar".

La madre de M. M. S. (17 años) tuvo que vender casi todas las ovejas de la familia, el televisor y varios muebles para reunir los 650.000 francos CFA (1.000 euros) que costó el viaje del chico desde Kaolak, en Senegal, hasta Nuadibú, al norte de Mauritania, y desde allí hasta Canarias. El padre de D. B., de 16 años, que reside en Barcelona desde hace tres años, abonó 300.000 francos CFA (unos 460 euros) por el pasaje de su hijo desde Casamance. La misma cantidad pagó el padre de P. D. (15 años) y de D. D. (17 años) por cada uno de los dos hermanos. El hermano mayor de P. D. (17 años) abonó un poco más: 400.000 francos CFA (unos 600 euros). El padre de I. M. fue quien construyó el cayuco que trajo a su hijo desde Casamance hasta Canarias, junto a otras 109 personas. Tres semanas de duro trabajo de este carpintero sirvieron para pagar el pasaje del muchacho.

No es fácil juzgar desde Europa las razones por las que cada vez más senegaleses ponen en peligro las vidas de sus hijos en la peligrosa travesía hasta Canarias. Pero hay cierto paralelismo entre sus historias y los relatos de los viajeros extranjeros que hace un siglo criticaban a los campesinos españoles por lamentar más la muerte de una vaca que el fallecimiento de un hijo. Imperaba entonces en nuestro país la lógica implacable de la supervivencia: la vaca era imprescindible para alimentar a la familia, mientras que el hijo era una boca que más que alimentar.

P. D. es un muchacho menudo y tímido. Ataviado con una sudadera roja con capucha, aparenta tener menos de los 15 años que indica su prueba ósea. Su rostro se ensombrece cuando recuerda el momento en que su padre lo despidió, en la puerta de su casa de Dakar. "Yo tenía mucho miedo y no paraba de llorar, porque era la primera vez que iba a estar solo", dice con un hilo de voz. "Mi padre me decía: 'Tienes una familia detrás y debes irte para ayudarnos. En España tendrás que comportarte, saber distinguir entre la gente buena y la gente mala, y no juntarte con cualquiera. Tampoco debes olvidarte de tu religión".

Antes de empujar a sus hijos a subir a los cayucos, los padres les llevan a presencia de un morabito, con el fin de obtener su bendición. Aunque Senegal es oficialmente un Estado aconfesional, la mayoría de sus aproximadamente 11 millones de habitantes profesan una curiosa mezcla entre el islam y las religiones animistas tradicionales. El primer presidente del país, Leopold Seghor, expresó así esta realidad: "Senegal está poblado por un 95% de musulmanes, un 5% de cristianos y... ¡un 100% de animistas!".

Esta curiosa simbiosis ha dado origen al nacimiento de varias cofradías religiosas. Las principales son la Tidjanía y la Muridía. La primera es la más numerosa (cuenta con casi tres millones de seguidores), pero la segunda es la más poderosa (aunque sólo tiene dos millones de fieles, monopoliza el transporte público y controla la agricultura -es el primer productor mundial de cacahuetes-, el comercio minorista y las importaciones y exportaciones). Ambas han abierto centros religiosos en los lugares con mayor concentración de inmigrantes senegaleses en todo el mundo. En Madrid, en Las Palmas y en Murcia existen locales de este tipo. Varias veces al año, son visitados por morabitos procedentes de Senegal que ilustran en el islam a sus seguidores y recogen sus contribuciones económicas. Es decir, que los emigrantes son una importante fuente de financiación para las cofradías senegalesas.

Casi todos los menores llegados a Canarias pertenecen a una de esas dos organizaciones. M. S., que tiene 17 años y se define como murid, relata lo que sucedió cuando acudió a recibir la bendición de su morabito antes de emprender el viaje. "Me entregó un ungüento y me dijo que me lavara con él antes de subir al cayuco. También me dio varios gri-gri para que me los colocara en torno a la cintura y en los brazos. Los gri-gri son amuletos que impiden que te ocurra algo malo, salvo que Alá decida otra cosa. El morabito también me dijo que, cada vez que me encontrase en peligro durante el viaje, recitara mil veces el nombre de Alá".

Los demás muchachos relatan historias parecidas, al tiempo que muestran sus gri-gri enrollados en la cintura o atados en los brazos y, colgados al cuello, escapularios con el retrato del gran morabito de su cofradía. Todos aseguran que, cuando consigan trabajo, enviarán dinero regularmente a los morabitos. "Si yo ganara 1.000 euros al mes, destinaría 500 para vivir, enviaría 400 a mi familia y los otros 100, al morabito", calcula P. D., de 17 años. Los demás asienten.

Además de maestros del islam y sacerdotes animistas, los morabitos son también jefes del ejército de 200.000 niños mendigos de entre 5 y 17 años que recorren las calles de Senegal pidiendo limosna. Son los petit talibés o pequeños estudiantes. A cambio del dinero que estos muchachos les entregan, los morabitos les enseñan el Corán. Varias organizaciones internacionales han denunciado esta práctica como explotación de menores.

Algunos de los muchachos llegados a Canarias han formado parte de esas bandadas de pedigüeños. M. N. D., de 17 años, reconoce que mendigó para su morabito desde que tiene memoria hasta que subió al cayuco. No sólo no siente ningún rencor hacia el religioso, sino que tiene intención de enviarle dinero en cuanto pueda. Ello, a pesar de que sus gri-gri no pudieron salvar la vida de su hermano mayor, que había pagado su pasaje y viajaba a su lado en el cayuco.

Cualquier relato sobre la travesía que han realizado estos muchachos pone los pelos de punta: olas que barren las cubiertas, barcas que se agrietan y hay que reparar con cuerdas, peces que se comen la mano de quien se ha quedado dormido con un brazo colgando por la borda... Pero la historia de M. N. D. es especialmente dramática. El chico llama la atención por la tristeza de su rostro y por el rosario que acaricia continuamente entre sus largos dedos.

"Mi hermano contrajo el mal del mar", explica. "Vomitaba mucho. Al final, se murió de hambre. Dejamos el cuerpo en el fondo del cayuco, hasta que empezó a oler mal. Entonces lo tiramos por la borda. No me di cuenta de que él llevaba en los bolsillos lo poco que teníamos. Así que lo perdí todo, salvo este rosario. Me acuerdo de mi hermano cada día y cada noche. Me siento solo. Rezo para que Alá tenga piedad de su alma". Sus compañeros, que le han escuchado en silencio, tientan sus gri-gri con disimulo.

El control progresivo de las rutas de inmigración clandestina que parten del África subsahariana y el incremento de las repatriaciones a Senegal han disparado el envío de menores a Canarias. Sus familias saben que la devolución de los niños a su país es mucho más difícil que la de los adultos. De ahí que las autoridades españolas teman que el millar de muchachos que han desbordado los centros de acogida del archipiélago en los últimos dos meses no sea más que la avanzadilla de un éxodo masivo de la juventud africana.

Menores subsaharianos, en el centro de acogida abierto en la escuela La Esperanza, en Santa Cruz de Tenerife.
Menores subsaharianos, en el centro de acogida abierto en la escuela La Esperanza, en Santa Cruz de Tenerife.CRISTÓBAL MANUEL

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