Disolución de la familia
En una institución tan central como la familia queda patente la perennidad del orden social vigente. Las grandes modificaciones que trajo consigo la modernidad capitalista acabaron con el modelo tradicional de la gran familia, y hoy asistimos a la disolución veloz del nuevo tipo de familia nuclear que le había sucedido. Con el primer despliegue de la sociedad industrial se eclipsó la familia tradicional, vinculada desde sus orígenes a la sociedad rural. Con la agricultura nace la familia como entidad política, económica y social, y de la conjunción de varias familias, de creer a Aristóteles, la Ciudad-Estado, como una entidad política superior que absorbe la mayor parte de las funciones políticas y sociales que había ejercido la gran familia, reducida ahora a las tareas reproductora y económica. La familia tradicional se caracteriza justamente por el hecho de que en su interior se llevaron a cabo las labores económicas y sociales indispensables para cubrir las necesidades de sus miembros.
Determinante de la familia nuclear moderna ha sido que las actividades económicas se hayan trasladado a la sociedad, lo que permite al individuo sobrevivir al margen de la familia. Cesa como coacción social y adquiere una primera dimensión voluntaria. La familia moderna se funda en el matrimonio contraído por el libre consentimiento de los cónyuges (entra en escena el amor romántico), expresión de la libertad individual que introduce la sociedad burguesa. La libertad de que gozan sus miembros da a la familia una nueva dimensión espiritual, pero también la hace perecedera. Surge del consentimiento libre y dura mientras se mantenga, a más tardar, hasta que los hijos lleguen a la mayoría de edad y se establezcan por su cuenta, funden o no una nueva familia.
El rasgo fundamental que define a la familia nuclear es que la actividad económica se realiza fuera de la órbita familiar, por lo general a cargo del marido, mientras que la mujer se consagra a las labores domésticas y al cuidado de los hijos. En cuanto los hijos llegan a adultos se desprenden de la familia para trabajar por su cuenta, con lo que se elimina el carácter impositivo que tuvo en el pasado. El equilibrio de la familia nuclear, siempre inestable en libertad, proviene ahora de los distintos roles que desempeñan los cónyuges. El que sea el varón, el que con su trabajo fuera de casa aporte los bienes necesarios para el mantenimiento de la familia le otorga una cierta preeminencia que aprovecha para conservar algunos de los atributos que tuvo el patriarca. Cuando a finales del siglo XIX el salario alcanza a alimentar a una familia -en la primera etapa del capitalismo industrial apenas llegaba para una boca, obligados a trabajar mujeres y niños-, la familia nuclear se generaliza. Pues bien, este modelo es el que se disuelve a gran velocidad en la sociedad capitalista avanzada.
Si la sobrevivencia dependía en el pasado de estar vinculado a una familia, se comprende que el matrimonio se hubiese declarado indisoluble por mandato divino. Sólo los muy ricos y poderosos podían permitirse el lujo de anularlo. En cambio, si la familia ha dejado de ser una imposición económica y se constituye por el libre consentimiento de los contrayentes, podrá disolverse cuando éste falte. El divorcio es así consustancial con la familia nuclear moderna, basada en la libertad. Al Estado incumbe únicamente regular las secuelas económicas y las que se deriven de la educación de los hijos.
En la sociedad capitalista avanzada ya son pocos los que se oponen al divorcio, cobijándose la mayor parte en el principio de que un precepto religioso obliga en conciencia sólo a los creyentes, por lo que no puede convertirse sin más en derecho positivo. Que el Estado imponga las normas de la Iglesia, como ocurrió en el pasado, constituye una tiranía insufrible, que, sin embargo, el catolicismo español, a diferencia del de otros países europeos, no está todavía dispuesto a reconocer como tal.
A la familia moderna caracteriza el que las actividades económicas se realicen fuera de casa, pero aun así la división de roles entre los cónyuges permitía un cierto equilibrio inestable, eso sí, al precio de colocar a la mujer en una situación de dependencia. El factor que ha puesto en cuestión este tipo de familia nuclear fue que la mujer empezase también a trabajar en actividades profesionales que exigen cada vez mejor preparación. Hasta comienzos del siglo XX, a la mujer no la admitieron en la Universidad; hoy la mitad de los estudiantes son mujeres y la mayor parte de los que terminan la carrera. Con ahínco los varones se opusieron a que la mujer trabajase fuera de casa -se toleraba sólo en el caso deshonroso de que el marido no ganase lo suficiente- y sobre todo a que se preparase para ejercer una profesión cualificada. La mujer de clase media empezó trabajando de enfermera, maestra o secretaria, y hoy accede a todas las profesiones y posiciones, un proceso que, si bien está aún lejos de haber concluido, ha dado saltos de gigante en los últimos decenios.
La integración laboral de la mujer es el factor decisivo en ladisolución de la familia nuclear burguesa, al liberar a la mujer de la necesidad de casarse o, si lo hace, de verse sometida a la voluntad del marido. Recuerdo que en los años cincuenta, cuando consiguió un puesto de telefonista, una prima mía gritó entusiasmada "ahora me caso si quiero, y con quien quiera". Desde el momento en que la separación no conlleva para la mujer el alto costo económico y social que tuvo en el pasado, se fortalece su posición en la familia, al imponer al marido una relación más igualitaria. A la vez que se reconoce a la mujer el derecho a una vida personal y profesional propias, cesa la coerción de tener hijos únicamente dentro del matrimonio. No hay control de natalidad tan eficaz como la educación y el trabajo de la mujer fuera de casa.
El matrimonio pasa de ser una imposición social a ser una opción entre otras. La vida de la soltera deja de ser el martirio que en el pasado fue la de la solterona sujeta a la ayuda familiar, ahora el casarse representa una alternativa entre otras. No se persigue ya socialmente a las uniones libres, ni se descalifica a los nacidos fuera del matrimonio. Haber suprimido la distinción jurídica entre hijos legítimos y naturales significó un golpe muy duro a la familia, pero no creo que nadie pretenda reintroducirla para recuperar su anterior vigencia. Desde el momento en que el matrimonio es un contrato para el Estado y ha dejado de ser una imposición económica para los individuos, constituye una opción entre otras. Que se amplíe el derecho a contraer matrimonio a todas las uniones personales que así lo decidan, homosexuales o heterosexuales, es un corolario obvio del principio de igualdad jurídica, que cuenta con un amplio consenso social, pero en ningún caso, como han pretendido los sectores más retrógrados, causa de la disolución de la familia.
Llama la atención que los mismos que se rasgan las vestiduras ante la rápida disolución de la familia nuclear apoyen con todo fervor el factor social que conduce a este resultado, a saber, la individualización del proceso económico que impone el desarrollo del capitalismo, que no conoce más que productores y consumidores individuales, sea cual fuere su estado familiar. Los mismos que se indignan ante la disgregación de la familia no dejan de reconocer que no se puede prescindir del trabajo productivo de la mitad de la población, máxime cuando ha adquirido un alto nivel profesional. No cabe, como hace la derecha, cantar las loas del capitalismo y luego enfurecerse por sus consecuencias sociales.
Harina de otro costal son los muchos problemas que, vinculados a la disolución del tipo de familia burguesa, surgen en la sociedad capitalista avanzada, como una natalidad a la baja y una educación cada vez más deficiente de los hijos. Pero plantearlos en profundidad obligaría a analizar críticamente el orden socioeconómico establecido.
Ignacio Sotelo es catedrático de Sociología y autor de A vueltas con España.
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