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Columna
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Telerrealidad

Nos pasamos la vida en una realidad a distancia. Cuando no estamos hablando por el móvil llevamos las orejas pegadas a la música. Todo ello sin mencionar que los telefonillos vienen preparados para que nuestro contacto con las cosas sea lo más breve posible. De ahí los juegos, la tele y unas máquinas de fotos que nos recuerdan, en el móvil, que pasamos por allá. A nada que pudieran nos darían de comer como a los tamagochis. A veces vamos por la calle y nos topamos con un suceso cuyo alcance y naturaleza desconocemos, pero solemos reaccionar diciéndonos que ya nos enteraremos a través de la prensa o del televisor. Cuando no nos pasa que solicitamos la moviola a fin de desmenuzarlo a cámara lenta y repetido. Decir que vivimos en una realidad mediatizada parece de badulaques, pero la única realidad que nos interesa es la que viven otros encerrados en una casa o una academia de lo que sea. Así que cuando nos estalla en la cara la realidad de verdad, esa que queda fuera de lo antedicho y de algún adminículo más tipo simuladores o juegos de rol, nos quedamos turulatos.

Tranquilos que no voy a hablar de la kale borroka ni de un proceso en el que sólo parecen creer los apasionados de lo virtual, no; quiero contarles un hecho propio. Pongamos que uno se levanta a esa hora en que las aceras sólo están puestas para quienes regresan de las juergas y que, como hace habitualmente, se conecta a Internet por motivos puramente profesionales. Lo de conectarse es un decir porque ahí comienza todo: el acceso es imposible. Esto de la informática tiene la virtud de culpabilizar, por eso lo primero que uno hace es soltar un cable por aquí, desplazarse a otro enchufe, vaya, eso que sólo un chulo llamaría chequear el equipo. Comprobado que todo está en orden, el usuario, que ya comienza a perder la paciencia, se pone en contacto con su seguro (hasta ahora) servidor. Y aquí es donde hay que poner nombres, so pena de no entender nada, pero, sobre todo, de hacerse cómplice de los culpables.Tras un pequeño maremágnum de llamadas, todavía posibles porque no se ha levantado nadie, uno cree comprender que el servicio que antes le suministraba Terra lo suministra ahora Telefónica.

Tras otra morterada de llamadas, siempre con un técnico distinto al que hay que explicarle todo desde el principio, el problema parece radicar en el... ¡acceso! Hay que configurar uno nuevo. Humillado, pese al cabreo, el usuario se deja conducir de la mano por el telementor y se despide creyendo que ha logrado una hazaña. Por fin podrá conectarse. No. Tras un nuevo intercambio a través de una línea que ya empieza a echar humo, los viciosos de la Red ya se han levantado y comprueban que también tienen problemas, otro técnico aconseja cambiar cierta configuración en el propio explorador. ¿Por qué no lo aconsejó el primero? Y aquí es donde se entra en el delirio. Debido ya a la hora, conectarse con el servicio de atención al cliente cuesta más que ganarle a Schumacher y, cuando por fin se consigue tras varios intentos fallidos (y largos, una pasta), una voz angelical asegura que todo va bien, que el problema es de uno. "¿Se ha mirado usted los drivers?". Y uno no se atreve, porque todavía no se ha duchado y lleva el calzoncillo de ayer. "Señorita, con perdón, mis drivers están bien. ¿No podría suceder que fuera Telefónica la que tuviese un problema?".

Es como mentar la bicha. La Compañía no falla. Serán mis drivers o mi módem, que a estas alturas anda también con el desodorante hecho unos zorros. La conversación se prologa una eternidad. Ella, erre que erre; uno, intentando convencerle de que ha podido acceder a Internet a través de otra conexión, etc., luego los drivers... Nada y tampoco la Némesis quiere pasarle a uno con alguien que pueda saber si hay una avería. Que es lo que ocurrió. Finalmente, Telefónica accederá a descontar de la factura el día aciago. Pero se escaquea de las tres horas perdidas, el mal humor y la sensación de que a uno le tratan como a un telemonigote.

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