Sólo un policía en la ruta de los cayucos
Feliciano Sampa recorre con su Kaláshnikov y una linterna las playas de Varela, en busca de los 'sin papeles' que intentan embarcarse en Guinea-Bissau rumbo a Canarias
Cinco gallinas, una cabra y un cerdo comparten con 20 personas el reducido espacio del transporte colectivo que sale desde San Domingos hacia Varela. La ruta que lleva a este pueblo pesquero de la costa atlántica de Guinea-Bissau, el lugar al que se ha desplazado parte del flujo migratorio hacia Canarias huyendo de la vigilancia desplegada en Senegal, está señalizada en rojo en el mapa de carreteras. Pero el camino es sólo una pista repleta de agujeros y anegada por las últimas tormentas de la estación de lluvias que cruza la selva en dirección al mar.
Con una mano en el volante y la otra sobre una escopeta para cazar monos, el chófer del destartalado todoterreno, más que rodar, navega. La velocidad del coche, cuyo portaequipajes se cubrió con un toldo para resguardar al pasaje, no supera los 30 por hora. Recorrer ese trayecto de 55 kilómetros lleva toda una mañana.
La ruta se interrumpe a 14 kilómetros del pueblo. Un camión con siete toneladas de arroz partió en marzo uno de los puentes de madera que atraviesa. Una mina colocada en el camino por los rebeldes de la vecina región de Casamance, en Senegal, acabó con las vidas de 14 personas, un mes después. Las pocas ganas que locales y extranjeros pudieran tener de visitar este lugar, famoso balneario playero durante la época colonial portuguesa, se esfumaron. Varela se convirtió, pues, en una isla a la que sólo se llega cómodamente por mar. Los pescadores senegaleses, entre los que se mezclan los traficantes de personas, saben que, además, allí sólo hay un policía. La escasez de vigilancia convierte ese lugar en óptimo para las salidas furtivas.
El agente Feliciano Paolo Sampa, de 30 años, y su espingarda, como llama al Kaláshnikov con el que patrulla, es todo lo que el Estado guineano tiene en este rincón del país. Desde su despacho -dos mesas de plástico colocadas en el porche de su casa, sobre las que hay un misal y un libro de cursillos prematrimoniales-, cuenta en qué consiste su trabajo. Se trata de revisar las licencias de pesca de los guineanos y senegaleses que faenan desde la playa -o de extorsionarlos directamente, según algunos vecinos- y de controlar que la documentación de todos los visitantes se encuentra en regla. Por las noches comienza su ronda en busca de inmigrantes.
Un fusil y la linterna
Con un fusil de asalto y una linterna, el policía enfila el sendero hacia la playa con cierto aire teatral. "La situación, actualmente, es grave", dice mediado el camino. "Casi todos los días llegan personas de Sierra Leona, Gambia, Liberia, Senegal y Guinea Conakry preguntando por senegaleses con los que supuestamente se han citado aquí para salir hacia España", prosigue. "Hace unas semanas, vino un grupo de unos 130 buscando a uno de ellos", añade. "Yo siempre les digo que se vuelvan a su país, que aquí no pueden estar. Que, además, lo que pretenden hacer es ilegal". Sampa asegura que interceptó hace dos semanas una pequeña piragua con 47 emigrantes que se dirigía hacia otra más grande que esperaba mar adentro. Él y dos vecinos voluntarios requisaron un cayuco para abordarlos. Y lo consiguieron. Cuando los condujeron de nuevo a la playa, dijeron que habían pagado entre 600 y 900 euros a un tipo llamado Abdoulaye Tcham, a las afueras de Ziguinchor (Senegal). "Aquí no puedo detenerlos porque no tengo calabozo, así que los dejé libres y les dije que se fueran a buscarlo para que les devolviera el dinero", afirma Sampa.
La patrulla nocturna llega al final de la playa. En este lugar, utilizado como embarcadero de cayucos, una veintena de pescadores se refugia de la brisa del mar junto a una hoguera. Otros limpian en la orilla el pescado del día. Tras saludar, el policía revisa con su luz de mano el interior de cada piragua, todas alineadas frente al mar. También las cabañas de caña en las que guardan aparejos y capturas. "Para hacer este trabajo necesitamos financiación, no tenemos medios", afirma. "Antes tenía una moto que me regaló un misionero y con la que podía recorrer toda la zona, pero se rompió. Tampoco tenemos lanchas ni piraguas, así que si se adentran en el mar no hay nada que hacer. Con un todoterreno y unos prismáticos podría hacer mucho más", prosigue.
En Varela no hay puesto policial ni radio ni teléfono, pero el jefe de la policía tiene que enviar puntualmente sus informes y novedades a los superiores de Bissau. Así que lo hace por carta. Esas son las condiciones con las que Sampa intenta luchar contra la inmigración ilegal, un fenómeno que no considera delito, pero que, quizás con la intención de obtener ingresos extra (cobra 20 euros al mes y hace cuatro que no recibe su salario), trata de controlar. Tras husmear entre unos matorrales situados al borde del mar da la ronda por terminada y vuelve a su casa: una choza compartida a 14 kilómetros del puente que rompió el camión cargado de arroz.
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