Efectos secundarios
Antes de que el Partido Popular cruzase el Rubicón prestándose a introducir en el Parlamento un culebrón periodístico en torno a los atentados del 11 de marzo, los análisis sobre la estrategia de fundamentar la oposición en este punto solían detenerse en las consecuencias electorales para sus propios promotores. Una fuerza política que se encenague en una tragedia que se encuentra en manos de la justicia, solía decirse, nunca alcanzará el Gobierno. Ahora se ha añadido un nuevo análisis: además, se trata de una fuerza que pone en cuestión los fundamentos del sistema democrático. Ésa es la realidad, porque, a juzgar por su insólita iniciativa, el Partido Popular coloca en el mismo plano un sumario judicial realizado con todas las garantías del Estado de derecho y la transcripción de una charla, amañada o no, entre un periodista y un presunto delincuente. Si la independencia de los representantes parlamentarios frente a eventuales poderes de hecho, como el económico o el militar, se considera uno de los principios del sistema democrático, ¿la sumisión al poder de la prensa, o la simple connivencia con él, puede ser tolerada como una práctica habitual, según viene pasando hace tanto en España?
Con ser inquietante esta deriva que acaba por confundir el debate político con el mercadeo de filtraciones y dossiers, se trata de un fenómeno que no agota la nómina de efectos secundarios provocados por el hecho de que el principal partido de la oposición haya desplegado, en cerrada formación de combate, el singular estandarte de sus manías. Hacer oposición como se está haciendo es no hacer oposición, y no hacer oposición significa que el Gobierno, éste o cualquier otro, queda exento de explicar en términos políticos su acción y sus proyectos. Si, además, las manías de la oposición producen miedo, entonces se llega a la situación a la que parecemos estar abocados: no es que los ciudadanos no puedan saber gran cosa acerca de los planes del Ejecutivo, es que prefieren no saber. O mejor, les basta con la expectativa razonable de que la oposición, esta oposición, no llegue al Gobierno. La crítica se inhibe en función del objetivo, y el único argumento relevante es el de conmigo o contra mí.
Sólo una interiorización colectiva del maniqueísmo como la que está provocando una oposición que campa por sus delirios y un Gobierno que, en estricta correspondencia, no necesita elaborar en exceso sobre lo que hace para mantener sus expectativas electorales, puede explicar por qué han aparecido, o reaparecido, algunas ideas sorprendentes en la política española. Asistir a estas alturas a una nueva consagración de la teoría de las generaciones, a la que se recurre lo mismo para justificar el culto a la memoria que para fundamentar discutibles actitudes o decisiones políticas, no es sólo echar mano otra vez de lo que Rafael Sánchez Ferlosio llamó los ortegajos; es, además, considerar que el abominable modelo procedente del ámbito de la gran empresa, y según el cual conviene prescindir de trabajadores y directivos cuando alcanzan cierta edad, es válido también para la sociedad en su conjunto. De igual manera, colocar la gestión de Gobierno bajo el enunciado general de la "ampliación de derechos" parece evocar aquellos tiempos en los que las minorías discriminadas luchaban por acceder a los derechos de todos. En realidad, ahora se trata de reconocer sus propios derechos a cada minoría, con el resultado de que los poderes públicos se vuelven cada vez más intervencionistas y más moralizantes, y tan pronto prescriben comportamientos convenientes para la salud como deciden la proporción de hombres y mujeres que deben sentarse en torno a una mesa de dirección.
De la situación concreta del país sólo parecen ocuparse, entretanto, los informes de los organismos internacionales.
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