Alicia en la ciudad de las maravillas
Conclusión: en Madrid, culturalmente, o nada o todo. Anoche, todo. Porque esta noche que los madrileños "con sensibilidad artística" -a quienes, según el coordinador de La Noche en Blanco, Tato Cabal, estaban dirigidas las doscientas y pico actividades programadas- hemos pasado en blanco nos ha tenido con la lengua fuera, de acá para allá, un poco, digamos, como culturetas por rastrojo. Pero la ocasión lo merecía. Siguiendo la estela de anteriores ediciones en las ciudades de Bruselas, París, Roma y Riga, la Concejalía de las Artes del Ayuntamiento de Gallardón, de la mano de su concejala, Alicia Moreno, ha organizado un despliegue de arte, música, danza, cine, lecturas y desfiles del que ya quisiéramos disponer con más frecuencia, aunque fuera convenientemente distribuido.
Anoche seguro que bajaron en Madrid las audiencias de la telebasura. Había tanta gente en las calles que la siguiente conclusión es que ya no habrá argumentos para decir que la cultura no interesa. Interesa si se ofrece, si se facilita, si se presenta como una posibilidad real, si se abre y toma esas calles que parecían más nuestras que por la mañana. Yo, que por la mañana había visto a una novia (en blanco, claro) y había declarado que no me casaría sólo por la vergüenza de ponerme un vestido así, declaro ahora que me casaría sólo por llevar un traje de flores o de hojas diseñado por Niels van Eijk y Miriam van der Lubbe como los que pudimos ver en el desfile With Love en Recoletos. Sobre ellos, y sobre una Cibeles teñida de luz azul, y sobre las siluetas del fantasma de Raimunda, que cobraba vida de nuevo en las ventanas del Palacio de Linares como si las leyendas no debieran morir, y sobre los bongos caribeños que se mezclaban en el paseo del Prado con sonidos galácticos ilustrados con grafitti, estallaban fuegos artificiales que iluminaron las larguísimas colas a las puertas del Thyssen y del Museo del Prado y de la Biblioteca Nacional y del Banco de España y del Palacio de Comunicaciones. Por los jardines del Cuartel General del Ejército paseaba la muchedumbre mientras cantaba un coro y, enfrente, en la esquina de Blanquerna, Carlos, un espontáneo de diez años, recitaba, micrófono en mano, los versos de Gerardo Diego "Río Duero, río Duero, nadie a acompañarte baja...", y una mujer contó un fragmento de Italo Calvino. Todo parecía increíble y era cierto, y en un mural improvisado sobre la fachada del Círculo de Bellas Artes algunos dejaban su mensaje particular: "Noche Blanca, no te acabes"; "Muchas noches como ésta"; "Se recupera Madrid, ¡ya era hora!".
En Gran Vía 24, cuatro robots dieron un maravilloso concierto con unos cuerpos metálicos tan flacos que no habrían pasado la prueba de la Pasarela Cibeles, pero con una luz roja que les encendía el corazón. Como nos lo encendieron los parisinos negros que bailaban hip-hop con niños blancos del público sobre el escenario que el Instituto Francés instaló en Marqués de la Ensenada, haciendo más por la integración que todos los programas que no tenemos. Mientras, la calle Fuencarral se convirtió en una localización imposible para acoger a todos los que querían estar con los belgas Vive la Fete, lo mejor que se puede bailar cuando hay sitio.
Y en el Centro Cultural de la Villa, Isabel Muñoz seguía fotografiando enamorados, y Rafael Amargo bailando con japoneses. Y en la plaza de Ramales los poetas de la Escuela de Letras leían poemas bajo un cielo que no quiso llover y en el Templo de Debod los derviches daban vueltas sin parar, como si fueran el motor que cientos, miles de madrileños necesitamos para seguir viviendo la noche que no quería terminar.
El sueño fue maravilloso. Todas (todos) éramos un poco Alicia. La concejala, claro, más. Ahora queda que tome nota de que no somos ciudadanos de una noche, de que queremos despertar y que Madrid siga siendo la ciudad de esas maravillas. Y que la proyección de una película de Joselito en una gran pantalla frente al Reina Sofía no debería tener cabida en una noche cultural: la tortura no es cultura.
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