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Columna
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El arte de no quedarse solo

Quedarse solo cuando se está en el Gobierno es a veces inevitable, pero es lo que se tiene que intentar evitar. Este es el primer mandamiento que hay que obedecer en la acción de gobierno. Incluso cuando un partido dispone de una mayoría absoluta, es importante que procure no quedarse solo en la dirección política del país. Por dos motivos:

1º. Porque hasta el Gobierno más mayoritario está siempre en minoría. Ni siquiera en las elecciones de 1982, en las que el PSOE obtuvo 202 escaños, consiguió que lo votara el 50% de los ciudadanos que ejercieron el derecho de sufragio en aquella consulta. Siempre hay más ciudadanos que no te votan que ciudadanos que te otorgan la confianza. Incluso en elecciones anómalas, como fueron las del 82. No digamos en las normales. Si a los ciudadanos que no te votan añadimos los que se abstienen, el carácter minoritario de la mayoría parlamentaria y de su Gobierno es siempre abrumador. Esto es algo que no se debe perder nunca de vista. La mayoría política no es nunca mayoría social. Gobierna porque dispone de la mayoría política, y es legítimo que así sea, pero siempre hay más ciudadanos que no están representados en esa mayoría que los que lo están.

2º. Como consecuencia de ello, no hay mejor indicador de que se está acertando en la acción de gobierno que contar con el concurso activo de otros partidos. La aprobación ajena es en buena medida la prueba del acierto propio. La ampliación de la mayoría política hasta intentar aproximarla a la condición de mayoría social es el objetivo que debe perseguir todo buen gobernante.

A veces quedarse solo resulta inevitable, pero tal circunstancia debe procurarse que sea excepcional. Si un Gobierno se queda solo de manera reiterada, se puede apostar doble contra sencillo que no va a ser Gobierno por mucho tiempo. Cuando la mayoría política no consigue la complicidad necesaria para ser mayoría social, es que está a punto de dejar de ser mayoría política.

Contemplado desde esta perspectiva, el Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero parece claro que puede ser calificado como un buen Gobierno. No sólo no se ha quedado solo nunca en toda la legislatura, sino que está consiguiendo mayorías muy amplias y muy diversificadas en temas de extraordinaria envergadura. Tanto en la retirada de las tropas de Irak, como en el matrimonio homosexual, en la reforma estatutaria catalana, en el inicio del proceso para poner fin a la violencia de ETA, o en el envío de tropas a Líbano, por poner sólo algunos ejemplos, el Gobierno ha contado con mayorías diversas, no siempre coincidentes pero siempre significativas.

Es verdad que ha tenido la suerte de contar con una oposición que le ha facilitado extraordinariamente la tarea. La contumacia del PP en seguir una política que lo aísla de los demás partidos y que lo deja en una soledad que casi raya con la marginalidad en algunos momentos, es uno de los rasgos más llamativos de esta legislatura. Da toda la impresión de que el PP, en lugar de tratar de restarle apoyos al Gobierno, está haciendo todo lo posible para que los demás partidos se echen en sus brazos. Es la primera vez, desde luego en nuestra experiencia democrática, en que hay más ciudadanos que tienen miedo al partido en la oposición que al que ocupa el Gobierno y que se horrorizan de pensar que pudieran invertirse los papeles.

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Esto es verdad, pero no es lo decisivo. La ampliación de la mayoría no se debe fundamentalmente a los fallos del adversario, sino a los méritos propios. El presidente del Gobierno ha tenido que tomar decisiones extraordinariamente difíciles, tanto dentro de sus propias filas como en relación con otras formaciones políticas, que podían haber conducido a una ruptura de relaciones irreversibles y a un deshilachamiento de su mayoría parlamentaria. Y no ha sido así. Ha cortado nudos, pero ha dejado las puertas abiertas. En eso no ha tenido ayuda de nadie.

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