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Columna
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Purezas

La publicidad tiene eso: en apenas 20 segundos es capaz de generar una polémica de largo alcance. Tan breve lapso de tiempo le basta en efecto para explicar una historia. Una historia en clave lírica, cómica o dramática, según el producto que se propone vender. Cuando ese producto es de signo nacionalista, entonces el género predilecto es el épico, el cuento de buenos y malos, sin duda el más eficaz a la hora de despertar las conciencias adormecidas.

En el caso que nos ocupa, el niño rubito y soñador pretende tan sólo participar en el juego con la camiseta de sus amores, la de la selección catalana. El escenario es un descampado; la música de fondo, new age, tipo Carros de fuego. Los niños llevan zamarras de colores variados, la mayoría no identificados frente a dos claramente denotativos: el amarillo de la canarinha y el rojo de la roja. Y, vaya por Dios, tenía que ser justamente el chaval de la roja el más chulo de todos: con gesto prepotente, comunica al ángel catalán que su atavío no es de recibo. El héroe ante la prueba, según el viejo esquema del relato mítico de Vladimir Propp. La respuesta no tarda: noblemente, el ángel se desprende de la zamarra y la lanza al aire. Su gesto es seguido por otros serafines de equiparable bondad: sólo así puede dar comienzo el partido.

Corte súbito, primer plano de la tetilla desnuda del héroe, la percusión reproduce el latido del corazón, el rótulo "una nació" ("una nación") se sobrepone al pecho noble y vibrante. Plano de la camiseta colgada, voz en off que anuncia: "Juntos la acabaremos llevando". Última imagen digna del final de 2001: el héroe con la zamarra, sus escuderos a pecho descubierto. ¿Por qué?

Dos conclusiones: para ser uno mismo hay que serlo en contraposición a otro, al que hay que faltar sistemáticamente; y dos, el nacionalismo es un juego de purezas de corazón. Así de sencilla es la épica publicitaria nacionalista. Y así de eficaz, a la vista de que consigue que se sigan escribiendo columnas como ésta.

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