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El Papa y el islam
Columna
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Ratzinger, lesionado

Lluís Bassets

La mejor diplomacia del mundo y de la historia se ha puesto en marcha y está recogiendo sus frutos a manos llenas. El Vaticano es soft power en estado puro, si atendemos a la célebre dicotomía de Joseph Nye entre el poder duro de las armas y el blando de la persuasión. El Papa gozó de ambos como jefe de un Estado con poderes temporales coercitivos y ofensivos, pero desde la anexión del Estado vaticano a la República Italiana en 1870 no ha tenido más remedio que limitarse al poder diplomático, que ejerce de maravilla, pues cuenta con la transmisión de una sabiduría y una experiencia inmensas. Basta comprobar la ola de declaraciones en defensa de Benedicto XVI, obtenidas en dos días de movilización de nunciaturas y de conferencias episcopales. Desde Bush y Zapatero hasta Mohamed VI y el propio Ahmadineyad, han desgranado frases de simpatía y comprensión hacia Joseph Ratzinger. El mismo Papa se ha empleado a fondo, se ha deshecho en explicaciones y ha rechazado mala intención alguna en la cita del ahora ya famoso emperador bizantino Manuel Paleólogo. Esto significa que el desperfecto ocasionado es de envergadura y no tiene nada que ver con la valoración que merezcan las reacciones lamentables suscitadas en el mundo musulmán por la lección magistral de Ratisbona.

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Este teólogo erudito, hombre de estudio y de lectura, se mueve tras la estela del largo pontificado de Juan Pablo II, un hombre de acción que marcó la historia del mundo y se erigió en una autoridad espiritual mucho más allá de las fronteras mentales del catolicismo. El papa Wojtyla se opuso al comunismo pero también marcó sus diferencias con el capitalismo y tomó severas distancias con el belicismo norteamericano. Eran notorias su autoridad y su capacidad de influencia en zonas calientes como Oriente Próximo. Todo este legado de difícil custodia ha quedado de pronto en cuestión tras las doctas e inoportunas citas de Ratisbona, convertidas ya ahora mismo en un momento crucial del nuevo pontificado.

No hay motivo para tanto enfado en el discurso del Papa, se ha dicho. Pues entonces, ¿por qué tanta movilización diplomática y tantas explicaciones? Y sí hay motivo y significa una toma de posición necesaria y rigurosa frente al avance de un islam que se presenta como agresivo y coactivo, ¿por qué entonces esta acción de inequívoco apaciguamiento, esa genuflexión de Occidente? En cualquiera de los dos casos, es una metedura de pata, que sólo se explica por un error de cálculo del Papa, que disertó como teólogo pero no se sometió al riguroso escrutinio previo que merecen las palabras de un jefe de Estado y a la vez líder de la religión con mayor peso político y cultural del mundo de hoy.

En algo hay acuerdo de fondo: lo que han aplaudido los fundamentalistas de un lado es lo mismo que ha ofendido a los fundamentalistas del otro. Para Silvio Berlusconi la cita de Ratzinger es "una provocación abierta y positiva, y por esta razón es un gran Papa con una gran inteligencia". Según Roberto Calderolli, dirigente de la Liga Norte, "ha dicho sobre el islam lo que piensan millones de italianos pero no osan declarar". Angelo Alessandri, presidente federal del mismo partido italiano, cree que "ha encarnado la figura que ve y habla claramente sobre el peligro islámico, fustigando la vileza de los intelectuales y de los políticos de Occidente".

Está claro que Ratzinger no quiso ofender a nadie y que nada hubiera sucedido sin la cita maldita. Pero también que quería mandar un doble mensaje, hacia la Europa laica y hacia el islam, tan legítimo y propio de sus conocidas ideas conservadoras como polémico y discutible. A la Europa laica le dice que la teología católica tiene un lugar legítimo en el debate intelectual de nuestro tiempo. Lo legitima a través de la herencia griega, que le sirve para reivindicar el cristianismo como matriz religiosa y cultural europea. Y también, de pasada, para proclamar discretamente la superioridad del Dios cristiano sobre el musulmán. Con un objetivo preciso, según el vaticanólogo americano John L. Allen en el Internacional Herald Tribune de ayer: a través de un diálogo con el islam que el Papa desea "franco y sincero" (adjetivos directos en lenguaje diplomático), quiere abordar "la frustración de la reciprocidad": no puede ser que Arabia Saudí abra mezquitas y escuelas en Europa y que la sola celebración de un oficio cristiano en aquel país pueda conducir a la pena de muerte.

Para conseguirlo, al teólogo sutil le ha faltado la sutilidad de los diplomáticos. No hay que culparle en exceso. A fin de cuentas, sus palabras son gasolina en una hoguera que lleva tiempo encendida. El único y grave problema, que a todo el mundo concierne, es la lesión que se ha infligido a sí mismo.

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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