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La evitable Guerra Civil española de 1936

Enrique Moradiellos

Para la dictadura militar que venció en el conflicto fratricida librado en España entre el 17 de julio de 1936 y el 1 de abril de 1939 la cuestión no admitía duda: "La Guerra Civil fue inevitable", porque quienes se negaron "a entregar a España como una presa al satanismo de Rusia" tuvieron que luchar contra quienes estaban "decididos a instaurar la dictadura soviética". Paradójicamente, para muchos de sus enemigos en aquella contienda, ésta también había sido una guerra "inevitable" por análogas razones: la resistencia ante "la sublevación de las castas reaccionarias, dirigidas por los generales traidores", que pretendía frenar la modernización democrática emprendida por la República desde 1931. Con posterioridad a su conclusión, muchos analistas suscribieron ese juicio sobre "la inevitabilidad de la Guerra Civil" por razones de tipo "estructural", "coyuntural" o meramente "antropológico": el problema del latifundismo agrario y la miseria de las masas jornaleras; la tensión entre autoridades civiles y tentaciones pretorianas militares; el pulso entre la inercia centralista y los desafíos autonomistas; la escisión religioso-cultural entre clericales y anticlericales; el impacto de la Gran Depresión de 1929; el intrínseco carácter nacional violento de los españoles, etcétera.

Una de las principales virtudes de la reciente historiografía sobre el conflicto español ha sido la puesta en cuestión de esa vieja tesis sobre la naturaleza "inevitable" de la guerra. Ante todo, porque los historiadores, por oficio acostumbrados al análisis retrospectivo del cambio histórico (con sus componentes azarosos y fortuitos), son más propicios a considerar los fenómenos históricos como contingentes, configurados en el transcurso del tiempo por concatenación, hic et nunc, de causas y circunstancias diversas. Y, por tanto, asumen que el despliegue del curso histórico no recorre un camino de sentido único y determinado sino que fluye entre senderos disponibles y más o menos transitables en distintas direcciones. En otras palabras: la Guerra Civil no fue el producto exigido por ninguna prescripción inmanente del pasado ni tampoco fue la derivación de ninguna finalidad teleológica. El supuesto "peso de las estructuras" deja sin resolver la incógnita de por qué la contienda estalló en julio de 1936 y no antes. La apelación a la "coyuntura" socio-económica depresiva orilla la incomodidad de que median siete años entre su inicio y el conflicto. Y el recurso a la innata violencia nacional nos deja huérfanos ante una evidencia incontestable: el tránsito pacífico de la Monarquía a la República en abril de 1931.

Sin embargo, la afirmación historiográfica de que la Guerra Civil no fue "inevitable" (pudo no haber sucedido), no excusa, sino que demanda, la explicación de por qué se convirtió en realidad sangrante e irreversible. Y a este respecto, con las debidas cautelas, la mayoría de los historiadores se inclinan a suscribir la idea de que fue el resultado del fracaso de la política como arte de resolución de los conflictos inherentes a toda sociedad sin el recurso abierto a las armas y a la violencia generalizada. La guerra fue, por consiguiente, la resultante de acciones y de omisiones por parte de agentes políticos y sociales de carne y hueso, que fracasaron en su tarea de resolver de modo pacífico unas tensiones graves y crecientes en la coyuntura histórica de 1936.

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Por supuesto, la remisión a las conductas políticas como metafóricas "chispas" (causas detonadoras) que encienden la "mecha" (causas estructurales y coyunturales) de la guerra significa atribuir una responsabilidad prioritaria en su desencadenamiento a los líderes y mandatarios más representativos y decisorios de la época, capaces de impartir órdenes o de dictar consignas susceptibles de ser secundadas por muchos otros hombres bajo su mando o influencia. Y esa atribución y gradación de responsabilidades no deja de ser un ejercicio subjetivo sometido a las preferencias político-ideológicas de cada analista. Sin embargo, asumiendo ese irreductible componente interpretativo, la historiografía ha llegado a un acuerdo mínimo. A saber: para que la Guerra Civil dejara de ser mera contingencia y deviniera flagrante realidad fueron inexcusables dos fenómenos que constituyeron verdaderas condiciones de posibilidad del conflicto.

El primer fenómeno responde a un proceso crucial: la extensión durante la Segunda República de lo que se ha dado en

llamar "la ideología de la violencia" (cuya génesis es anterior). El quinquenio republicano fue escenario de la creciente expansión de dicha ideología al compás de la dura pugna triangular entre los tres modelos socio-políticos entonces imperantes en toda Europa: el reformismo democrático; la reacción autoritaria; y la revolución social. La idea de que era moralmente legítimo el uso de la violencia más brutal para imponer el triunfo de un determinado orden no quedó reducido a los extremos del espectro político donde siempre había anidado: el carlismo y el falangismo, entre los reaccionarios; el comunismo y el anarquismo, entre los revolucionarios. En su caso, la violencia armada habría de ser la partera necesaria tanto del mundo pretérito que soñaba restaurar la reacción como del mundo futuro que anhelaba construir la revolución.

Para infortunio de los contemporáneos, entre 1931 y 1936 esa ideología llegó a impregnar a otros sectores más numerosos de la política y la sociedad, hasta entonces menos propensos a recurrir a las armas para dirimir un equilibrio de fuerzas inestable. En particular, llegó a afectar a dos movimientos inexcusables para la estabilidad del sistema democrático: el socialismo organizado (dividido entre facciones reformistas y revolucionarias) y el catolicismo político (escindido entre la mayoría integrista y la minoría demócrata-cristiana). Es significativo que los dos máximos dirigentes de ambos movimientos, ya a fines de 1933, hicieran declaraciones de mero compromiso accidental con la democracia: "El Partido Socialista va a la conquista del Poder, y va a la conquista, como digo, legalmente si puede ser. Nosotros deseamos que pueda ser con arreglo a la Constitución" (Largo Caballero); "La democracia no es para nosotros un fin, sino un medio para ir a la conquista de un Estado nuevo. Llegado el momento, el Parlamento o se somete o le hacemos desaparecer" (Gil Robles).

El segundo fenómeno concierne al contexto histórico que hizo posible en 1936 la operatividad de esa ideología. Porque para desencadenar y sostener una guerra civil no hubiera bastado el propósito beligerante de unos pocos, más o menos numerosos, capaces de promover algaradas, huelgas o incluso insurrecciones contra unas autoridades decididas y en condiciones de utilizar disciplinadamente los amplios recursos coactivos del Estado. Así lo demostró el fiasco del golpe militar reaccionario encabezado por el general Sanjurjo en agosto de 1932 y el fracaso de la huelga e insurrección socialista y catalanista de octubre de 1934. Para precipitar ese tipo de conflicto era inexcusable que las divisiones en la sociedad se hubieran extendido a las Fuerzas Armadas hasta el punto de escindir su unidad y disciplina.

De hecho, fue la división en las filas del Ejército, en su calidad de corporación burocrática jerarquizada con el monopolio legítimo del uso de las armas, lo que hizo posible la contingencia de la Guerra Civil. Si el Ejército hubiera actuado unido a la hora de protagonizar un golpe militar, nada se hubiera interpuesto en su camino: ni la legalidad constitucional de las autoridades civiles, ni la movilización de milicias improvisadas y mal armadas. También lo contrario es cierto: si el Ejército hubiera permanecido leal en su integridad a las autoridades civiles constituidas, no hubiera triunfado ningún golpe militar.

Pero no sucedió ni una cosa ni otra: hubo un golpe militar faccional. El hecho de que la insurrección fuera muy amplia, pero no unánimemente secundada, permitió que otra facción de las fuerzas armadas se opusiera a la misma y consiguiera aplastarla en casi la mitad de España. El resultado de ese fracaso parcial y éxito limitado de la sublevación faccional fue la Guerra Civil. Lo recordaba hace ya tiempo el general Salas Larrazábal, un ilustre historiador que también fue combatiente franquista: "En general, los conspiradores pecaron de superficialidad y optimismo; subestimaron al adversario y supervaloraron su propia influencia en las filas militares". Y lo revalidaba el hijo del general Cabanellas, el más veterano de los líderes sublevados: la lucha "fue el resultado de la división interna del país; pero, al mismo tiempo, de la del Ejército. Desunido, quebrantado en su disciplina, tiene en él origen la guerra de España".

Enrique Moradiellos es profesor de Historia Contemporánea en la Universidad de Extremadura.

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