Rescatar la tradición liberal
EL PASADO MES DE JUNIO, Ralph Peters, un militar norteamericano en la reserva, publicó en la revista Armed Forces Journal el mapa rediseñado de Oriente Próximo. A Irak lo parte en tres -como quizá acabará siendo inevitable-, y adjudica al Kurdistán Libre una parte de Turquía y otra de Irán; crea un Estado Sagrado Islámico para La Meca y Medina; a Irán le adjudica la zona afgana de Herat, y Afganistán gana espacio, por el otro lado, a costa de Pakistán; crea un Baluchistán libre, y así sucesivamente. El ejercicio es sintomático por dos razones: porque refleja el clima idealista de la política norteamericana actual, que se cree portadora de la misión de roturar el mundo y exportar a punta de pistola una especie de democracia fast-food, y, sobre todo, porque, como el propio militar reconoce, el criterio aplicado a la hora de dibujar el mapa es la combinación de las afinidades étnicas y del comunitarismo religioso.
Este anecdótico mapa es una confirmación más de algo que se está viendo estos días de rememoraciones y balances: cinco años después del 11-S, la guerra contra el terror se ha llevado por delante los valores de la gran tradición liberal -la de la emancipación individual, es decir, de la capacidad de cada cual de pensar y decidir por sí mismo-, y la era poscolonial empieza marcada por el signo de la fantasía de las homogeneidades étnicas y de las identidades absolutas de carácter religioso. Huttington decía choque de civilizaciones, Bush habla ahora de defensa de nuestra civilización. En cualquier caso, el debate planteado en términos de civilizaciones supone el reconocimiento de que hay una identidad primordial, la religiosa, que nos determina y condiciona. Y admite el temor de Dios como criterio de acción política. Al tiempo que otorga a los funcionarios de Dios, sean de la religión que sean, un papel en la configuración de lo público que nos retrotrae a tiempos preliberales.
La experiencia de estos cinco años confirma que la visión del mundo de Bush y el fundamentalismo religioso se necesitan. No sólo porque ciertas formas de fundamentalismo cristiano alimentan el discurso del presidente, por ejemplo, en el rechazo a ciertas dimensiones de la explicación científica del mundo, sino también porque es en el forcejeo con el fundamentalismo islamista que Bush ha construido su discurso y sus mayorías. Se equivocan, por tanto, una vez más, aquellos sectores de izquierda que, por antiamericanismo -que es el último estadio del viejo discurso anticapitalista-, en la confrontación entre Bush y sus enemigos, muestran comprensión o simpatía por grupos como, por ejemplo, Hezbolá. La línea divisoria está en otra parte. La línea divisoria que separa la sociedad cerrada de la socidedad abierta pasa entre los que creen en unas comunidades orgánicas articuladas en torno a la tríada familia-patria-Dios y los que creen que la convivencia en libertad se basa sobre la autonomía del individuo. Y en esta división, Bush y Hezbolá están del mismo lado.
La revolución conservadora liderada por la Administración de Bush ha dinamitado la tradición liberal que parecía haber salido triunfadora de la guerra fría. La guerra contra el terror, como propuesta ideológica principal de este periodo, con sus efectos negativos para las libertades y su capacidad de intoxicación de la sociedad por el uso del miedo como veneno, es el artefacto sobre el que se ha montado Bush para mantener viva su revolución. El frenesí de todo proceso revolucionario le ha hecho cometer errores estratégicos básicos: la guerra de Irak, principalmente, que está degradando la capacidad de persuasión de la gran potencia. Bush necesita ganar la guerra contra el terror, y al mismo tiempo sabe que es una guerra que no tiene fecha y final y que le conviene mantenerla viva para evitar el descarrilamiento de los suyos. Las revoluciones fatigan. Y cuando, perdido el entusiasmo inicial, los ciudadanos descubren las mentiras, el desgaste es imparable.
En este quinto aniversario del 11-S han empezado a oírse en Estados Unidos las voces liberales (no confundir la gran tradición liberal con el mal llamado neoliberalismo) que parecía que se habían callado para siempre presas del temor de los dioses. Probablemente, ironías del destino, será la izquierda la que tendrá que rescatar la tradición liberal. Al fin y al cabo, la emancipación individual sólo puede conseguirse cuando el Estado garantiza a las personas la protección respecto de su familia, respecto del mercado y respecto de cualquier institución que pretenda convertirlas en orgánicas a la fuerza. Y esto es propio del modelo nórdico de Estado de bienestar.
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