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Columna
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Todo tiene historia

Está mal la escuela o podría estar bastante mejor: todos coinciden. Y piden más dinero, o más autoridad y disciplina, la atención de las familias, la atención del Estado. Nuestro Estado es rácano en educación, el peor de los países de su nivel, después de Japón y Turquía. Los niños repiten curso, dejan los estudios antes de acabar el bachillerato o la formación profesional. Si aquí salen seis bachilleres, en la Unión Europea salen ocho, y los menos estudiantes de España son los andaluces.

Lo veo normal. Tenemos una historia triste. En Andalucía ha dominado un sistemático elogio de la ignorancia de los trabajadores, los braceros, los campesinos pobres. El mito del buen andaluz celebraba la simpleza de espíritu como complemento necesario de la pobreza real. Los señores de la tierra, los dueños de casas en las ciudades, repetían insaciable y felizmente la escena con la criada o el sirviente para reír sus ocurrencias, su modo de hablar. Lo que digo parece una cosa antigua, medieval, de cuando los reyes de Castilla repartían sus conquistas a los señores seglares y religiosos. Pero todavía se celebraba risueñamente la bonhomía ignorante del andaluz pobre en los años setenta del siglo XX, en el teatro, el cine, la televisión, hasta hoy, hasta los programas de la televisión andaluza de hoy.

Llegó la democracia y la propulsión de las identidades neonacionales, la reinvención de la identidad andaluza. La izquierda se unió a la derecha en un acto de crueldad fina, demencial, vergonzosa: hacer creer a la mayoría que las limitaciones de información y conocimiento eran lo más íntimo del andaluz popular. Se elogió la conformidad con la pobreza, con las limitaciones. Eran un don las limitaciones históricas que los que elogiaban habían impuesto. Se nos encerraba en nuestras limitaciones, a las que ahora se llamaba "señas de identidad". Yo hablaría de racismo: nos veían racialmente predestinados a la ignorancia, a la simpleza conforme o, si acaso, a la pillería astuta del ignorante.

El empobrecimiento material nos obligaba a un humorístico empobrecimiento verbal o a un verbalismo gracioso. Se festejaba el analfabetismo o el semianalfabetismo. Es normal que Andalucía sea la región donde la gente da menos importancia al estudio: hemos recibido durante años una despiadada invitación a contentarnos con lo que sabemos, que es poco, pero vale mucho, popular, puro, lo nuestro. Y, a pesar de la complacencia en nosotros mismos que nos han regalado venenosamente, se mejora: si entre la gente de sesenta años apenas llegan a dos los individuos que tienen estudios medios, ya llegan a seis entre los que rondan la treintena.

Bastaría con que supiéramos leer y entender lo leído, razonar y argumentar, calcular, lo básico. Pero aquí la ignorancia puede ser simpática, propia de la comarca, donde sabemos lo más nuestro, lo de siempre, lo que nos interesa o conocemos al instante, sin molestias. Hemos recibido, a cambio, lecciones de economía política internacional, de fulminante interés inmediato: el dinero rápido es estupendo. La escuela es lenta, aburrida, hipotética, ruinosa, frente a la realidad de sacar treinta euros por día en un bar o una obra a los 16 años, o el mito de las noches de porteadores de hachís a los 15 por un cuarto de millón de pesetas (en estos casos se eligen grandes cifras en una moneda en desuso, irreal, aunque la primera vez que oí esta historia la peseta aún era de curso legal).

Los niños doblan en número a las niñas que dejan la escuela. Siguen una tradición de hombres sin estudios. Parece que se van a la guerra del dinero, cotidiana, a ganarse en la calle el respeto inmediatamente: los ricos son los más respetados, admirados, acatados, los que más disfrutan de los derechos humanos. Querer ser rico es querer ser humano. ¿Esperan las niñas en la escuela, dócilmente, el retiro al hogar dominado por el hombre impaciente y voraz? No lo creo. Tengo la esperanza de que estudian para mejorar un poco las cosas, si no se casan antes.

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