Un 'no' con vocación de 'sí'
El debate político, entendiendo por tal la presentación de argumentos y contraargumentos en torno de hechos que apoyen las diversas opciones públicas, nada tiene que ver con la obsesiva reiteración de la letanía de nuestros a prioris ideológicos y de nuestras preferencias partidistas. Y sin embargo a esto parece haberse reducido la confrontación política. Los avatares del enfrentamiento entre partidarios y oponentes al Proyecto Constitucional de la Unión Europea lo han confirmado una vez más y los intentos pluralizadores -por ejemplo, mis dos libros sobre el tema: El reto constitucional europeo y Por una Europa política social y ecológica- han tenido muy modestos efectos.
Mi amigo Enrique Barón, uno de los más obstinados militantes de lo europeo, en su artículo El coste de la no Constitución, publicado en este diario el pasado 24 de julio, volvió a llover sobre mojado. Mitigando el catastrofismo que los de su bando habían vinculado al no, el anunciado fin de Europa, -difícilmente defendible después de un año sin catástrofe- su posición actual se centra en la necesidad de cumplir la obligación contraída y de hacer honor a la palabra que los Gobiernos dieron, cuando aprobaron en Roma, en octubre del 2004, el proyecto de Ley Fundamental. Obligación que comporta, según él, un desafío revolucionario que vincula, de manera sorprendente, Gobiernos y revolución, para cuyo cumplimiento todos los plazos son admisibles. En favor de su tesis el autor nos recuerda que el Mercado Común, previsto para 1970, cuajó como mercado interior, en 1992, 22 años después. Lo que contradice, dicho sea de paso, el riesgo catastrófico inmediato con que se nos había amenazado si seguíamos varados en Niza.
El diputado europeo alinea una serie de avances que conlleva el Proyecto, tales como: la clarificación de las competencias; el carácter vinculante de la Carta de Derechos Fundamentales; la extensión de la codecisión y del uso de la mayoría cualificada, y la designación de un ministro de Asuntos Exteriores, al mismo tiempo vicepresidente de la Comisión, para asegurar la coherencia de la política exterior. A todas estas aportaciones positivas, reconocidas y aceptadas por muchos de los que como yo votamos no, podrían agregarse la creación de un Consejo de Asuntos Generales, el nombramiento de un presidente del Consejo Europeo, la confirmación de la primacía del Derecho comunitario y el otorgamiento de un mayor protagonismo al Parlamento Europeo. Pero todas estas aportaciones, con ser evidentemente positivas, no representan una contribución ni revolucionaria, ni siquiera notable para completar y perfeccionar la estructura y el funcionamiento de la Unión Europea, ya que carecen de un gran proyecto impulsor, contrariamente a lo que sucedió en los dos grandes momentos de su anterior proceso institucionalizador: el Mercado Común con el eje del Acta Única y la Moneda Única con el objetivo básico del Tratado de Maastricht.
Sin olvidar carencias tan considerables como la ausencia de toda referencia a un Gobierno económico; la consagración de la autonomía total del Banco Central Europeo; la constitucionalización de la concepción liberal de la competencia y del Pacto de Estabilidad, que fragiliza de manera importante nuestro modelo social; y la atribución de condición permanente a la opción atlantista, al imponer la cooperación con la OTAN.
Pero con todo, la razón fundamental de nuestra oposición reside en el carácter prácticamente irreversible de la propuesta Ley Fundamental, que exigirá para su revisión al igual que lo hacía el Tratado de Niza, la unanimidad de sus miembros, con la diferencia de que lo que era factible cuando éramos 15, será prácticamente imposible con 25/27 por no hablar de los 34 a los que se llegará con la adhesión de los países de los Balcanes. Además de su gran diversidad, no sólo en cuanto a su dimensión -con el problema añadido del aumento sustancial de pequeños Estados y de la problematización de la toma democrática de decisiones- sino, sobre todo, de su extrema heterogeneidad, histórica y cultural, que se traduce en actitudes muy distintas y en ocasiones hasta antagónicas respecto de la Europa política. En particular por el profesado y explicable euroatlantismo de los antiguos países comunistas.
Por todas estas razones, el empecinamiento en la ratificación tal cual es un planteamiento inútil, por no decir perverso, que nos llevará, con ratificación o sin ella, de país en país y de año en año, según el calendario de los euroconstitucionales, hasta el 2009, exasperando aún más el antagonismo entre las clases políticas con sus Gobiernos y los ciudada
-nos de base. Pues ¿cómo no advierten los promotores de la Constitución que la actual desafección por la política tiene su punto culminante en los aspectos institucionales, lo que repiten todas las encuestas y confirmó, entre otras, una de las realizadas durante la Convención? En ella apenas el 30% de los europeos se declaró interesado por el marco institucional, mientras que el 80% se decantaron por la lucha contra el paro y la pobreza y más del 72%, por la protección del medio ambiente. ¿Cómo evitar pues que esa hostilidad/desinterés no afecte a una Constitución que, como todas, es la quinta esencia de la lógica de lo institucional?
De aquí que el buen uso del no, como el de la profundización del sí, tiene que llevarnos conjuntamente a hacer de esta Constitución de los Gobiernos y de sus clases políticas una Carta Magna de los pueblos y de sus ciudadanos. Porque, con perdón por lo retórico de la frase, si no logramos movilizar a los europeos, motivándolos para que voten y constituyan de una vez auténticos partidos europeos y no simples espacios de consolación para militantes nacionales meritorios, acabaremos inexorablemente reducidos a un ámbito económico, al que la mundialización, la desregulación y la voracidad de las multinacionales habrán despojado hasta de su condición europea. Como ha comenzado a suceder ya. Ahí está la desaparición de grandes empresas industriales como Pechiney y Arcelor a manos de Alcan y de Mittal, o lo que previsiblemente sucederá con diversas Bolsas europeas fagocitadas por el Stock Exchange, para probarlo.
Pues hoy el gran peligro que amenaza la construcción política de Europa no es la explosión repentina y abrupta de la Unión, sino su dilución lenta y su final implosión, tanto desde fuera, como acaba de apuntarse, a golpe de procesos globalizadores y de euroatlantismo, como desde dentro a fuera de ampliaciones escapistas y demagógicas. Cualquiera que conozca un poco el funcionamiento de la maquinaria bruselense sabe, no sólo que las cosas van mal, sino que los retoques menores que propone el proyecto de Constitución no pueden ponerles remedio.
El socorrido argumento de la solidaridad con los hermanos durante 40 años separados y la demagogia barata de los Gobiernos instando a la incorporación inmediata de todos los países de la Europa central y oriental, omitiendo la larga fase previa de preparación necesaria y sobre todo olvidando la previsión de los importantes recursos requeridos, tiene que conducir a la frustración de los países incorporados y perturbar gravemente la marcha de la Unión. Ya es hora de que pongamos fin al apólogo del fontanero polaco y de que reduzcamos la ampliación a un problema de deslocalizaciones y de dumpings social y fiscal. Ya es hora de que la dotemos de un gran proyecto colectivo y de que la pensemos en términos de la realidad actual de la Unión.
Lo cual no es un descubrimiento de ahora, ya que el presidente Mitterrand lo anticipó en 1992, proponiendo la creación de una Confederación en la que participasen los miembros de la Unión Europea y aquellos que aspirando a formar parte de ella no estuvieran todavía en condiciones de hacerlo. Como programa de acción de la Confederación propuso una serie de grandes proyectos pan-europeos para cuya ejecución se asociarían todos los países, la cual debería contar con el apoyo de la Unión y servir como fase de ajuste y de formación para los nuevos candidatos. Havel con la Checoslovaquia que entonces presidía, se asoció a la iniciativa, pero EE UU se opuso, y después de una llamada de Bush padre a Havel, éste claudicó y se abandonó la operación, a pesar de que todos los participantes estaban ya reunidos en Praga para su lanzamiento.
La elaboración del gran marco institucional en el que se nos ha embarcado podría ser una buena oportunidad para, sin tirar nada por la borda, volver al planteamiento diferencial de Mitterrand, en el que de alguna manera, con el euro, Schengen etcétera. estamos ya metidos. Una Europa de geometría variable, de círculos concéntricos o como quiera llamársela es hoy para la constitucionalización europea, un destino inescapable. Una Europa fruto de una renovada imaginación institucional en la que quepamos todos, coincidiendo en unos mínimos básicos y asociados diferenciadamente en algunos objetivos mayores -promoción de derechos humanos, fortalecimiento de la seguridad y de la paz, generalización del bienestar, solidaridad con el Sur e inmigración sostenible, garantía energética y energías renovables, etcétera- que refuercen nuestras metas comunes. Sólo un proyecto de este tipo realista y ambicioso podrá hacer existir la Europa política. La mediocridad de los líderes políticos nacionales y la atonía de la Comisión constituyen al Parlamento Europeo en el único protagonista capaz de ponerlo en marcha. ¿Por qué, Enrique Barón, que está allí en su casa, abandonando el inútil y perezoso consenso del sí, no se decide a encabezar el intento?
José Vidal-Beneyto es catedrático de Sociología de la Universidad Complutense y editor de Hacia una sociedad civil global.
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