El placer de los extraños
Detrás del Palazzo Ducale, partiendo de la Riva degli Schiavoni, uno de los tres o cuatro epicentros del turismo mundial, mediada la calle que creo que es la Dei Albanesi y torciendo siempre a la izquierda, se esconde, invisible para quien no esté avisado, la boca de un callejón tortuoso y sombrío, y más silencioso a cada paso, que inesperadamente desemboca en un canal muy estrecho, no recuerdo si el río Canonica Palazzo o el del Vin. La primera vez que llegas allá te quedas sin habla: el pavimento, húmedo, resbaladizo, negro como charol, queda casi al nivel del agua. Justo sobre tu cabeza se extiende en un escorzo violento el Puente de los Suspiros. Por el canal, ocupando toda la anchura y casi rozando las paredes, pasa una negra góndola, una góndola lenta e interminable, con su gondolero fantasmal encaramado a la popa. Pasa la góndola, el chapoteo de las olas que lamen las piedras se amansa y el lugar escondido queda en profundo silencio.
Antonino, notorio ligón veneciano, mattatore de manual, solía llevar a este rincón a las turistas solas y deseosas a las que pescaba por el Rialto; era la prueba de fuego: si ella le seguía sin recelo por esa callejuela angosta, húmeda, sombría y solitaria, en la que no se abre ventana alguna, si le seguía sin sentirse como las víctimas sonámbulas de El placer de los extraños, la siniestra novela veneciana de Ian McEwan, era que la tenía ya en el bote. Durante medio minuto la dejaba disfrutar de la vista excepcional y de inmediato se lanzaba al asalto. Dejó de hacerlo, sin embargo, porque muchas se le rebotaban: "Vedono un luogo così bello, così romantico e... d'improvviso sentono le mie manaccie... e si arruffano", me explicaba, encogiéndose de hombros. Esto sucedía hace bastantes años. Dudo que entretanto los turistas no hayan descubierto esa callejuela. Irán en grupitos pequeños, con un guía enrollado que les enseña los rincones auténticos, aquellos a los que no va la gente como ellos...
¿Por qué cuento esta anécdota? Bueno, porque es absurdo hablar de Barcelona sin mencionar a los turistas, que son su más notoria seña de identidad si es que tiene alguna, que conforman su paisaje, su color, su más llamativa estatuaria, que son el motor de su transformación y sus legítimos y verdaderos dueños, pues ellos la mantienen con su dinero. Esa callejuela veneciana me recuerda la barcelonesa calle de Montjuïc del Bisbe, que conduce desde la plaza de Garriga Bachs y la catedral, gran canal de circulación de turistas, hasta la plaza más bonita de la ciudad, hasta nuestra "Corte sconta detta arcana", nombre fantástico con el que Hugo Pratt rebautizó en la Favola di Venezia la Corte Botera de su ciudad natal, donde Corto Maltese, instalado en una tumbona y protegido de la humedad con un abrigo de pieles, leía la Utopía de Thomas More, y el libro farragoso le adormecía e inducía a soñar viajes maravillosos. La plaza de Sant Felip Neri, la joya del Barri Gòtic, con sus tres altas y airosas acacias, su fuente y su iglesia, se la hemos entregado al turismo, para que instale un hotel con terraza, con velitas en las mesas y un foco alumbrando el decorado ciertamente magnífico. Espléndido lugar para un hotel. No hay mejor lugar en el mundo para la terraza de su cafetería. Seguro que los clientes lo disfrutan. Otra cosa es que el genius loci se haya muerto.
Leemos estos días que los caseros de la Barceloneta no renuevan los contratos de alquiler a sus inquilinos, porque sacan más provecho alquilando los pisos por días como apartamentos turísticos. Es triste, desde luego, pero también un fenómeno lógico y coherente con la deriva general del mundo, y con el clima y la idiosincrasia de nuestro país, cuyo más representativo talento creativo no es ya, como lo era antaño, un pintor, un poeta, ni mucho menos un científico, sino un cocinero. Y como en cuanto se nos presenta la ocasión nosotros también somos turistas, éstos no pueden dejar de despertar nuestra simpatía e incluso ternura, aunque vistan pantalones pirata, aunque sonrían embobados al menor estímulo, aunque visiten compulsivamente la Sagrada Familia y demás apoteosis kitsch, aunque se dejen timar y robar y no sepan nada de nada, aunque circulen en la imperial de autobuses decorados como chiquiparks. Aunque saquen fotos. Enternece verlos asomados al balcón de un hotel, observando la multitud que transita Rambla arriba, Rambla abajo, y esperando que desde allí algo les llame, algo pase... Enternece verles fatigados, aburridos, guardando cola, deambulando a pleno sol... Recordaré durante mucho tiempo, con la gratitud y la ternura que debemos a nuestros más iluminadores maestros, a cierta jovencita rubia que el otro día paseaba por el Barri Gòtic en camiseta y minifalda, con una cámara digital en la mano izquierda y la derecha estrechando la de un chico de su edad. Andaba la pareja rezagada de su grupo. La rubia tenía las redondas mejillas arreboladas y sus ojos azules brillaban con la excitación del primer romance, su inolvidable primer romance de vacaciones de verano. De pronto percibió algo interesante: se soltó del chico, se llevó la cámara al rostro y le sacó una foto a una mendiga arrodillada y harapienta que sostenía entre dos muñones un vaso de plástico. Luego, dando unos alegres saltitos, alcanzó otra vez al novio y siguió su juvenil y turística, imparable marcha del amor.
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