El bosque animado
Con el título Compaña, Francisco Leiro (Cambados, Pontevedra, 1957) escenifica una procesión de muñecotes que recorre la planta de cruz latina de la galería Marlborough, un buen espacio para cualquier cosa, pero, en particular, para la escultura, y, no digamos, para la obra imponente de este escultor gallego, que sigue, fondo y forma, fiel a sus raíces. La mayoría de estas figuras están hechas con madera de álamo o castaño, pero también en contrachapado, cuando Leiro quiere sacar chispas de aspereza a la superficie. Las hay de tres tamaños: el monumental de la serie de los Sayones, que alcanza tres metros largos, a veces casi cuatro, de altura; el intermedio, que forman el núcleo o alineación de los propiamente miembros de la Compaña, de hacia un metro ochenta, y el pequeño, de los Trasnos, de aproximadamente medio metro. Adelanto lo de las medidas, no tanto para demostrar la versatilidad de Leiro, sino, paradójicamente, lo relativo que finalmente es para él la escala, porque, grandes, medianas o pequeñas, sus figuras tienen un empaque semejante y ese mismo aire solemne y rígido como de escultura egipcia.
FRANCISCO LEIRO
'Compaña'
Galería Marlborough
Orfila, 5. Madrid
Hasta el 14 de octubre
Al enfrentarme, en todo caso, con esta alineación procesional de figuras, recordé la imprecación del valleinclanesco Cara de Plata, cuando, viendo, en medio de la noche, un coro de extraños seres avanzando en medio del bosque portando hachones, les espetó: "¿Sois almas en pena o hijos de puta?". ¡Buena pregunta y, dadas las circunstancias, hasta premonitoria! Aunque tampoco hay que esperar al castigo de las desgracias locales que asedian últimamente a Galicia, porque los misterios de estos celtas del noroeste han sido siempre bárbaros, a medias entre el más allá y el más acá. Leiro, desde luego, lo sabe, pero, sobre todo, lo siente, lo que le permite calar hondo en una antropología peculiar donde la tragedia se destiñe con humor.
El humor galaico y, por tan
to, el de Leiro no es ácido, sino un punto sentimental y socarrón. Le da igual, en efecto, los tamaños, pero también los gestos y las actitudes, porque, en el fondo, piensa que la realidad humana está hecha de la misma pasta patética, aunque el patetismo de los verdugos es más obvio y ridículo: no tiene misterio. Entre los gestos pomposos e intimidatorios de los sayones y el menesteroso de los combatientes dolientes de a pie, enmascarados como figuras de carnaval, contemplamos que la procesión va y viene por dentro, como un intrínseco desvarío de la grey humana: un impresionante bosque de árboles fantasmagóricos, atrapados por las formas de su propia naturaleza.
Leiro maneja el hacha con destreza y logra desbastar la madera con sutil perspicacia caricaturesca. No creo que haga falta repetir de qué tradición, antigua y moderna, extrae Leiro esta sabiduría, pero creo que, en la presente ocasión, ha logrado un conjunto escenográfico de enorme fuerza y complejidad: un auténtico retablo animado, que produce el efecto dramático intimidante de una "escalofriolera", el de una compaña no siempre, ni totalmente, santa.
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