11-S, efecto y no causa
El 11-S de 2001, del que se cumple el V aniversario, es un falso comienzo y en absoluto el primer vagido de nada en absoluto. Nada empieza ni acaba, sino que, al contrario, continúa. El auténtico pivote entre los siglos XX y XXI -si se quiere hablar en términos de separaciones no estrictamente cronológicas entre siglos- es la desaparición de la Unión Soviética, en diciembre de 1991. La destrucción de las Torres Gemelas, a lo sumo, es una gravísima llamada de atención sobre el cambio de época, que ya había comenzado a producirse, sin embargo, con la brutalidad de los atentados del World Trade Center y las embajadas norteamericanas en Kenia y Tanzania en los años noventa.
Lo que sí podemos hacer, en cambio, es contemplar esa transición secular en dos tiempos. Primero, el del fin del imperio soviético que supone tanto una promesa de libertad para todos los alojados en aquella cárcel de pueblos, como una liberación, más dramática incluso, de la capacidad táctica de sembrar el terror de lo que genérica y abusivamente, en ocasiones, se llama el islamismo, o para ponerle cara a ese terror: Al Qaeda, con su santo y seña, Osama Bin Laden. Se trata, por tanto, de un antecedente y un consecuente; primero, salta el cerrojo bipolar en Moscú, y, segundo, tras la última batalla de la URSS en Afganistán, se sigue una serie de atroces atentados de los que el 11-S es sólo la culminación de una cosmogonía criminal.
El 11-S es, por ello, efecto y no causa. Y sostener que hay una conexión entre el multiatentado de Nueva York y la guerra de Irak equivale a admitir una manipulación ni siquiera sutil. El macho-militarismo de Washington, como lo ha llamado el historiador norteamericano Immanuel Wallerstein, no tiene vinculación alguna con el terrorismo internacional, sino sólo con la voluntad de imponer la idea de la democracia de la Casa Blanca -sobre todo, sector Cheney- en Oriente Medio, y en el equipaje de tan loable pretensión, aparece desnuda la dominación norteamericana articulada sobre el control del petróleo y la eliminación de los enemigos de Israel. Otra cosa es que el 11-S haya servido de pretexto o argumento para lanzar la operación que está destruyendo Irak -sin asegurar el crudo ni resguardar a Israel-, es decir, produciendo los resultados contrarios a lo programado.
Es difícil medir si el mundo es hoy más o menos seguro que al día siguiente del atentado de Nueva York o antes de la invasión de Irak en 2003. Cabría argumentar que lo es menos porque la operación norteamericana ha abierto un nuevo frente de combate y reclutamiento de terroristas, allí donde Sadam Husein les negaba a sangre y fuego la entrada; pero, también, cabe pensar que es más seguro, como parece probar la capacidad de la policía -en este caso, británica- de impedir repeticiones del 11-S. Pero no es la acción militar de Washington en el país del Fértil Creciente la que desarticula la maquinación del terror, sino los servicios civiles de seguridad occidentales, que en nada se benefician de la contienda iraquí.
La respuesta al atentado de las Torres, concebida como una acción de guerra, consiste en una somanta de palos, pero de ciego, que Estados Unidos propina al mundo árabe-islámico, con la cual no sólo no elimina al enemigo, sino que lo hace más fuerte y numeroso. Hoy, los talibanes son más capaces de golpear al contingente occidental en Afganistán que al término de la guerra convencional en ese país en 2002; e Irán, con ambiciones nucleares o sin ellas, es ya la primera potencia de la región, como subrayaba Shlomo ben Amin en el diario israelí Haaretz, gracias a la destrucción en curso de Irak, el contrafuerte árabe-suní en el Golfo, que limitaba la libertad de movimientos del Teherán chií en Líbano y Palestina. Todos los enemigos de Washington, que no son, necesariamente, siempre los mismos que los de Europa, son más poderosos que al día siguiente del 11-S. Y ello se debe a una respuesta militar que no sólo no encuentra fácilmente al adversario, sino que, como el aceite en un incendio, hace que las llamas se multipliquen.
La barbarie terrorista contra Nueva York, Pensilvania y el Pentágono, con sus casi 3.000 muertos, a lo único que dio comienzo fue a una guerra contra el terrorismo internacional que, de Líbano a Afganistán, no puede ganar Occidente.
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