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¿La vida es un síndrome?

No pretendo llevar la contraria. Pero la contraria como corriente de opinión menos numerosa que la aceptada como común no siempre es residual ni escasamente representativa. Únicamente es más discreta, como más prudente a la hora de expresarse, temiendo incluso, parecer rara o hacerse antipática.

Las vacaciones son necesarias, reparadoras y saludables, pero acabarán siendo patógenas porque tras ellas acecha el síndrome del regreso denunciado por psicólogos expectantes, dispuestos al análisis frío e intransigente de nuestro comportamiento post-vacacional y que, con sus pronósticos estadísticos, contribuyen a hacernos más difícil el regreso.

No es que hayamos de adecuarnos de nuevo y solamente a la cita intempestiva con el despertador para reanudar la rutina de jornadas poco flexibles y demasiado programadas; no es que las tarjetas de crédito se tornen poco sensibles a los cantos de sirena de códigos secretos, sino que, además, con la certeza que da el conocimiento, sabemos que llegarán con sobrepeso y puntualidad irrevocable al devastado erial de la cuenta corriente. Éstas y otras muchas incidencias desalentadoras son propias de la época del año en la que estamos: matrículas costosas, reanudación de ingratas relaciones laborales, sólidas decisiones de resultados inciertos, propósitos imprecisos, no parecen agotar, sin embargo, el triste y grisáceo panorama del regreso. Desde hace unos años se pronostican, además, numerosas rupturas familiares y sentimentales.

Los problemas psicológicos y emocionales graves no merecen ser frívolamente confundidos con puntuales incomodidades

Si miro hacia atrás, no hace todavía tanto, las vacaciones eran una exaltación a los derechos conquistados y al descanso merecido. Y el regreso -ese regreso hoy sembrado de amenazas- era la reanudación sin sobresaltos de la vida cotidiana, no exenta los primeros días de una pereza condescendiente y de un remoloneo vital propio de la cercanía del cambio de estación y del necesario reajuste horario para, nuevamente, tomar el pulso y el ritmo de la propia vida y del trabajo.

No existían síntomas porque las leves molestias se consideraban consecuencia y peaje natural del cambio de la actividad lúdica a la actividad profesional. Al no haber síntomas, no existía síndrome. Sin lugar a dudas, éramos más sanos y más despreocupados. Eso es ya historia. La vida se ha psicologizado y vivimos saltando de un síndrome a otro sin tregua. Del síndrome de ansiedad a la espera de las vacaciones pasamos al de depresión a su regreso; del síndrome de intolerancia con la pareja, por una convivencia peligrosamente próxima, nos podemos encontrar frente al de dependencia, tan pronto se plantee la separación en cuanto se depositen las maletas a la puerta de la casa. Del síndrome "me lo quedo", al de abstinencia ante los estertores de la tarjeta de crédito, para enfrentarnos de nuevo al síndrome de ansiedad a la espera de las próximas vacaciones o del puente más cercano. Así, hasta el infinito en un bucle únicamente interrumpido por un nuevo síndrome todavía sin nombre, a la espera de ser descubierto y descrito, pero que ya sufrimos sin saberlo. La vida y sus consecuencias se banalizan.

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Me hago una pregunta para la que no tengo respuesta: ¿Hemos llegado hasta aquí por deriva natural o somos campo de experimentación de difusas terapias en auxilio de nuevas generaciones de psicólogos? Sea cual fuere la causa, me parece empobrecedor y peligroso describir como síntomas de falsos síndromes los aspectos varios de la vida que no son sino expresión más o menos desagradable del hecho mismo de vivir y ante los cuales la respuesta genética es siempre, natural, correctora, adaptativa y suficientemente eficaz. La terapia más económica, que mayores logros y satisfacciones produce es el manejo de la frustración, que sólo consiste en aguantarse.

Los graves y duros problemas psicológicos y emocionales a los que todos podemos sucumbir no merecen ser frívolamente confundidos con puntuales incomodidades, ni tampoco equivocar la exteriorización de crónicos desencuentros familiares cuya solución y ajustes, la pareja demora sine die con una mayor proliferación de conflictos surgidos en vacaciones. En cualquier caso la difusión de la profecía puede ayudar a que se cumpla.

Debiéramos reflexionar seriamente si hablar de síndrome post-vacacional no es la decadente y vergonzosa señal de alarma de una sociedad a cuyas comunidades todos los días llegan hombres, mujeres y niños desfallecidos, desarraigados, por iniciar un viaje largo y a veces sin retorno. Viaje sin maletas, solo con lo puesto y la piel sobre los huesos. Viaje no de vacaciones, sino de supervivencia, del que no siempre tienen garantizado el pasaporte de regreso.

Rosa Sopeña es comunicadora

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