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CINE DE ORO

'Un tranvía llamado deseo'

EL PAÍS presenta mañana, sábado, por 8,95 euros, la adaptación al cine que realizó Elia Kazan de la obra de Tennessee Williams

Nueva Orleans le debe su leyenda al río que terminó por sepultarla. Por el Misisipi entraban antiguamente los esclavos fugados de las plantaciones y también los piratas, los tahúres con chaleco de terciopelo de los relatos de Mark Twain, los fugitivos de algunas novelas de Faulkner... En todas las historias de los deltas hay un inmenso aluvión de materiales derrotados, pero probablemente nadie fue capaz de retratar la imaginación moral sureña como Tennessee Williams en Un tranvía llamado deseo.

Aquí no estamos en las grandes mansiones de columnas y mecedora en el porche, sino en un barrio de los suburbios. El reino de Stanley Kowalski es un callejón de patios ahogados con cubos de basura y tipos sentados en las escaleras de incendios fumando, con una cerveza en la mano. Pero el verdadero poder de este tótem masculino se mide en la claridad sofocante de las salas de billar, como corresponde a una estética estrictamente homosexual. El calor allí es denso y violento, sexo en estado puro de fermentación. Kowalski representa el icono casi caricaturesco de la virilidad, con los bíceps hinchados reventando bajo el tejido apretado de la camiseta, la piel bruñida de sudor y la mirada oscura, penetradora y desafiante de Marlon Brando.

La película, realizada en 1951, empieza con la llegada en tren de una mujer de belleza casi marchita, vestida con vaporosos encajes. Esta dama es muy del Sur profundo, anacrónica y quebradiza como la cuerda de un violín a punto de romperse. Se llama Blanche du Bois y todavía conserva los ojos vivos y el pliegue de los labios enérgico y delgado de Vivien Leigh.

Duelo a muerte

Elia Kazan dijo que nadie como ella podía representar la nostalgia por un mundo perdido. "Era capaz de arrastrarse por un suelo de cristales rotos con tal de dar vida a su personaje". Y en verdad algo muy íntimo debía de jugarse la actriz en la película, porque desde que comenzó el rodaje, el mismo instinto de autodestrucción que embargaba a la errabunda Blanche se adueñó de su alma y ya no la abandonó nunca.

Le habían dicho que para llegar a casa de su hermana, casada con un obrero polaco, tenía que tomar un tranvía. Pero allí, entre el romanticismo perfumado de Vivien Leigh y la animalidad de Marlon Brando con vaharadas de sudor y humo de fábrica, se estableció un duelo a muerte.

Un tranvía llamado deseo es un canto a la feminidad rota, una parábola de los sueños demasiado frágiles que la realidad revienta. Después del huracán Katrina, el tranvía, que se hallaba expuesto para los turistas junto a la plaza de Armas, sucumbió bajo las aguas. Y en esa laguna empantanada todavía deambulan perdidos Marlon Brando y Vivien Leigh mientras la voz ronca de Louis Armstrong desgrana los últimos acordes de A wonderful world.

Vivien Leigh y Marlon Brando, en <i>Un tranvía llamado deseo.</i>
Vivien Leigh y Marlon Brando, en Un tranvía llamado deseo.
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